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Tribuna
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Por una actitud democrática

No es admisible apelar a no desprestigiar la política para ocultar la corrupción

Josep Ramoneda

La corrupción en un sistema democrático es muy ineficiente para la economía. Este argumento está haciendo fortuna. En la sociedad neoliberal, en la que el ciudadano ha quedado reducido a simple portador de intereses privados, el argumento económico resulta para muchos más convincente que las apelaciones a la moral, a la justicia o simplemente a los buenos modales. De modo que cabe preguntarse qué pasaría si la corrupción fuera eficiente. Más de uno la daría por buena. A fin de cuentas, el estado de opinión que se ha ido cultivando desde los años ochenta dice que el dinero no tiene límites. Esta ha sido la pulsión nihilista que nos ha llevado a la crisis actual.

Una de las funciones de la política es precisamente poner límites. Las compuertas de la corrupción se abren y la convierten en un torrente cuando se impone la idea de que el Estado es el problema y no la solución. Un Estado desautorizado es un Estado en manos de la capacidad de intimidación del dinero. Y no olvidemos que no hay corrupto sin corruptor. El corruptor campa a sus anchas cuando percibe que no es objeto de rechazo social alguno, porque el cinismo se ha instalado en la sociedad. Tienen razón los que dicen que hay que evitar la generalización de las acusaciones de corrupción, porque deslegitiman la política, es decir, se llevan por delante no tanto a los corruptos como a las instituciones. Es fundamental salvar y recuperar la política, porque es el único instrumento de que la mayoría de ciudadanos dispone para poner límites a los abusos de poder. Pero los primeros que deben defender la política son los dirigentes políticos. Y no es admisible la apelación ventajista a la importancia de no desprestigiar la política para ocultar la corrupción y proteger la impunidad.

Más allá de las reformas legales que puedan ser necesarias, hay una cuestión de actitud. La corrupción ahoga la reputación de las instituciones y la confianza en la política, y los gobernantes no modifican un ápice sus hábitos frente a ella. El desdén, el listado burocrático de propuestas legales y el obsceno triunfalismo ante un panorama de seis millones de parados, no es la manera de afrontar la corrupción ante una ciudadanía asombrada por las noticias de portada de cada día. Y, sin embargo, es la actitud que tuvo el presidente Rajoy ayer en el Parlamento, afrontando como un puro trámite la sesión de control, en manifiesto desprecio al Parlamento, que es la institución clave del sistema democrático.

Precisamente porque hay que defender a la política, los gobernantes tienen que reaccionar con prontitud, diligencia y contundencia. Es una estafa política y un fraude de ley utilizar los recursos legales no para aclarar lo que ha ocurrido sino para garantizarse la impunidad. Los principios garantistas y la presunción de inocencia están para evitar que una persona inocente pueda ser condenada o estigmatizada como culpable. Se degradan y se convierten en motor de desigualdad y de injustica cuando se utilizan para proteger a quienes han delinquido. Los ciudadanos españoles no somos iguales ante la justicia porque hay unos pocos que disponen de dinero e influencia para pagar a los grandes despachos de abogados y encontrar las rutas para salir indemnes. Lo vemos cada día en asuntos de gran calado económico. Un gobernante, si realmente es consciente de la función que asume, no debería utilizar estos caminos retorcidos para favorecer la impunidad de los suyos. ¿Qué habría pasado si el caso Naseiro no se hubiese resuelto favorablemente para el PP por unos defectos de forma? ¿Aspira ahora el PP a repetir suerte en el caso Bárcenas, aún a riesgo de dejar una sombra de sospecha sobre todo el partido? La situación hoy es muy distinta que la de entonces. Los ciudadanos han perdido la inocencia y en la actual crisis social todo intento de ocultación es un escarnio. Y, sin embargo, los gobernantes se resisten a cambiar de actitud. Ya sé que la arbitrariedad es sustancial al poder. Y que el Estado prohíbe la injusticia no porque la quiera prohibir, sino para administrarla. Pero los dirigentes políticos deberían ser conscientes de que son las propias instituciones las que corren peligro por su frívola respuesta.

No, no todos son corruptos ni todos son iguales. Pero la corrupción se ha hecho sistémica en algunos partidos e instituciones. Y cuando una organización está asediada por la corrupción, como ocurre con el PP, de Gürtel a Bárcenas, pasando por todo un modelo de desarrollo como el de la Comunidad Valenciana, su líder no puede hacer de su salvación personal el único objetivo de su estrategia.

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