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Tribuna
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Sin palabras

El sistema bascula entre dirigentes sin alma y ciudadanos sin esperanza Hay que resetear la democracia para evitar su corrupción definitiva

Fernando Vallespín

De no haber sido demasiado extravagante, hubiera dejado esta columna sin texto, con el título desnudo sobre la caja que la acompaña, en blanco. Porque ya no nos quedan palabras a través de las cuales manifestar nuestra perplejidad e indignación ante la proliferación de tantos casos de corrupción, ante el espectáculo de una información política en la que cada día nos desayunamos con nuevos asuntos de políticos que se valen o se han valido de sus cargos para el beneficio económico propio o de su partido. Hasta ahora siempre hemos tenido mucho cuidado en diferenciar nítidamente entre unos u otros supuestos, entre los muchos que tienen una actitud ética y ejemplar y quienes denigran a su profesión. Hemos procurado advertir de que las prácticas desviadas eran la excepción y que determinados supuestos aislados no podían proyectar una visión unívoca de la política, que el hartazgo y el descreimiento general que se destilan ante todo lo político no podía, no debía, contaminar la legitimidad del sistema democrático como un todo. Pero ya apenas sabemos cómo hacerlo. Hemos entrado en una fase en la que, en efecto, es tan grande el desánimo que sobran las palabras, que estas se nos antojan huecas y vacías de tanto ser reiteradas. Estamos, como diría Sandor Marai, en uno de esos momentos en los que “las palabras se han vuelto inútiles, como los monumentos... se han convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado, como cuando las gritan a través de un altavoz”.

Sí, no es el momento de las palabras, es el momento de la acción. Este país requiere una catarsis ética. Tanto o más que salir de la crisis económica. Precisa poder volver a confiar en aquellos que nos representan y que se erigen en portavoces de los intereses de todos. El problema es que aquellos destinados a llevarlo a la práctica han consumido el crédito del que hasta ahora gozaban, y una nueva clase política no se improvisa. Desaparecida la confianza, el más valioso de los intangibles en la política democrática, el sistema aparece desnudo y escindido entre unos dirigentes sin alma y una ciudadanía sin esperanza. El paisaje se nos antoja desértico y sin ningún oasis a la vista. Y bajo estas condiciones de poco sirve esperar que la redención venga por la vía de la recuperación económica. No, el problema es estructural, ya no se arregla con medidas cosméticas.

La crisis ha tenido el efecto de haber desenmascarado todo un conjunto de prácticas y componendas entre determinadas élites que bajo otras condiciones quizá hubieran pasado desapercibidas. Ha vuelto a poner en el centro del debate político el paradigma de la redistribución, la cuestión de quién se queda con qué parte de los recursos sociales, la justicia distributiva. Ha provocado una nueva re-politización de la desigualdad, algo inevitable en momentos de escasez y en los que los más menesterosos están cargando también con los mayores sacrificios. Una de sus consecuencias más inmediatas ha sido la toma de conciencia del dispendio de dinero público, su uso abusivo para satisfacer a clientelas electorales. A eso lo podemos calificar como gestión imprudente e interesada, aunque en sí misma no fuera la expresión de prácticas corruptas. Pero ahora sabemos también, si es que alguna vez lo ignoramos, que ha habido otra utilización de posiciones de poder y autoridad, con clara transgresión de la ética pública más elemental. Muchas veces asociada, además, a esa disposición tan libérrima de los recursos de todos.

Lo que comenzó en perplejidad acabó en indignación para desembocar después en una situación próxima al nihilismo político. Y la gran cuestión que se abre es cómo se va a encauzar este descontento, el indudable malestar provocado por la sucesión de escándalos que están salpicando la política española. Volvemos a la pregunta de antes. ¿Ahora qué? ¿Cómo se sale de una crisis moral e institucional que pone en cuestión los fundamentos mismos sobre los que se sustenta el sistema democrático? En sus Discorsi, el viejo Maquiavelo creía tener una respuesta para estos supuestos de “crisis de la república”: emprender su rinovazione mediante la búsqueda de un nuevo comienzo. En el lenguaje más vulgar de nuestros días, hablaríamos de resetear la democracia, de arrancar de nuevo el motor que le dio origen y aplicar las reformas necesarias dirigidas a evitar su corrupción definitiva. Para ello, siempre según el autor florentino, debería volverse al espíritu y las virtudes que permitieron hacerla durar, y restablecer los consensos sobre los que se erigió. Sin nostalgias, pero sí con la firme convicción de que es una tarea de todos y para todos. O sea, un nuevo pacto constitucional.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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