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Tribuna
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El desgaste de los símbolos

El Trono también se ha mostrado incapaz, y las encuestas cantan, de mantener la sintonía que mantuvo hasta los 70 con la sociedad española

Antonio Elorza

Al revisar la historia de las ideologías en España, uno de los rasgos destacados es la pujanza de un pensamiento religioso que desde las décadas finales del siglo XVIII a la muerte de Fernando VII, se opone a toda forma de acceso a la modernidad por parte de la cultura, los usos sociales y la política. Antes de ser apodado “servil” durante la guerra de Independencia su calificación más ajustada sería la de anti-ilustrado, en la medida que su objetivo primordial consiste en impedir la difusión de las Luces en España. En este marco, sobresale del capuchino Diego José de Cádiz, un personaje que no merece el olvido de que ha sido objeto. Empeñado en una cruzada contra las nuevas ideas que le hizo recorrer el país en sus predicaciones multitudinarias, hasta forzar por ejemplo la suspensión de las enseñanzas de Economía en Zaragoza, con su gran Cristo en la mano llegó a pensar en trasladarse a Francia para combatir en persona a la Revolución.

Cuando hace décadas, en tiempos del Vaticano II, alguien hablaba de éste y de otros frailes similares, como el Padre Zevallos o el Padre Alvarado, solía añadir que resultaba difícil imaginar a tales figuras perteneciendo a una institución como la Iglesia con su doctrina de guerra y exterminio a toda forma de pensamiento libre. Hoy en cambio basta con hacer zapping una mañana de fines de diciembre para tropezar en televisión con herederos directos suyos, y sorprendentemente avalados por la bendición transmitida en imágenes del actual Pontífice y de las máximas jerarquías eclesiásticas del País. A fin de cuentas, cuando murió el Padre Cádiz, se dijo que estaba próximo a ser encausado por la Inquisición por exagerar las facultades del Santo Oficio. Ahora sucede todo lo contrario, y el personaje envuelto en negro, con un ostentoso chirimbolo dorado en la mano, y nada menos que afirmando la pretensión de ser el Ángel de la Buena Nueva, viene envuelto en bendiciones para cumplir una labor homóloga de la de fray Diego en sus misiones: reconstruir la mente de los católicos, para hacer de ellos un rebaño formado por activistas entregados a debelar la perversidad de los tiempos actuales.

Como le explicaban a un cura amigo un par de sus seguidores al solicitar su permiso para sermonear en su parroquia, querían hablar a los feligreses para "convertirles", haciéndoles profesar la verdadera Fe. El contenido doctrinal es el de hace dos siglos: una lectura integrista y desenfocada del Evangelio, partiendo de una exaltación de Cristo que obliga a los creyentes a someter todo juicio a la entrega por su sacrificio, sigue la condena de la autonomía y de la libertad del individuo, vistas como producto del Ángel malo convertido en serpiente anunciadora de manzanas y como desenlace, llamamiento final a seguir con fe de carbonero al autodesignado Ángel redentor en la condena del sexo pecador, la televisión, el aborto, y todo lo que se quiera. Un auténtico comecocos, versión pedestre pero al parecer eficaz, del principio esgrimido por el Pontífice de imponer la Fe sobre el individualismo y la razón.

Es un desarrollo tristemente explicable del prolongado reflujo del pensamiento católico después del fracaso de la experiencia reformadora del Vaticano II. El punto de llegada es el protagonismo de las sectas, hasta convertir a la misma Iglesia en una secta, con un seguimiento minoritario, fundado sobre una intolerancia cerril (y además en este caso también sobre la oficialización de un arte neobizantino estéticamente detestable).

En otro orden de cosas, el desgaste de los grandes símbolos ha afectado asimismo a nuestra segunda institución tradicional, la monarquía, de manera visible y preocupante por el declive físico y político del Rey. Claro que sin seguir todavía la senda de la irracionalidad observable en el Altar, el Trono también se ha mostrado incapaz, y las encuestas cantan, de mantener la sintonía que mantuvo hasta los 70 con la sociedad española. Además, da la sensación de que como el personaje de García Márquez, el monarca no tiene quien le escriba. En circunstancias asimismo bien difíciles, el discurso navideño del presidente Napolitano debiera servir de ejemplo, para evitar tópicos, generalizaciones y encubrimientos. Así fue emotiva, pero falsa en contenido, la evocación de su padre don Juan en la entrevista con Hermida. Carece de sentido callar lo que todos saben. Y el propio instrumento de llegada al público, con el tuteo borbónico sobreponiéndose al servil "Señor" del periodista, parecía una vuelta atrás en el túnel del tiempo. Señor, hay que cambiar.

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