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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El drama de las infraestructuras en España

La crisis ha sido la justificación del PP para el recorte más drástico en la inversión pública

En los años setenta, la capacidad logística española estaba al 45% de la media europea. Hoy estamos a la cabeza del continente, y cuatro empresas españolas de gestión de infraestructuras ocupan los cuatro primeros puestos del ranking mundial. Cualquier operador que esté pensando en acometer un gran sistema de transportes acabará contratando a una firma española. Como ya ocurre en la alta velocidad ferroviaria de Arabia, en las presas chinas, en las autopistas californianas o en el mismísimo Canal de Panamá. Cualquier país del mundo presumiría de estos logros. El debate en España, sin embargo, solo alude a las infraestructuras para subrayar el dispendio que ha supuesto el aeropuerto de Castellón o las autopistas de Madrid. Es como si Finlandia renegara de su industria telefónica porque fracasó en el desarrollo del sistema operativo MeeGo, o como si EE UU despreciara a sus creativos en las redes sociales por el batacazo bursátil de Facebook.

Hay que racionalizar el gasto público hasta el último euro. Hay que revisar las prioridades inversoras, anteponiendo la atención a las necesidades sociales. Y hemos de desterrar para siempre la planificación de obras a golpe de electoralismo. Pero esto no obsta para que España mantenga unos niveles razonables de inversión en infraestructuras, sin que se estigmatice a quien aún hoy habla de culminar las redes transeuropeas, de mejorar la conexión de los puertos por ferrocarril o de conservar con inteligencia todo lo construido.

Los presupuestos inversores para 2013 son una máquina de picar empresas, empleos y competitividad. Dice el Gobierno que son “coherentes” con el objetivo de reducir el déficit. Pero no son coherentes con el objetivo ciudadano de hacer todo lo posible por superar la crisis, reactivar la economía y crear puestos de trabajo. A medio plazo será contraproducente incluso con el propósito del ajuste fiscal, porque la contracción de la economía reducirá los ingresos y aumentará la deuda.

En política de transportes, el Gobierno habla de “liberalizar”, que en boca de los políticos liberales suele querer decir “privatizar”. Pero liberalizar no es bueno ni malo por definición. Depende de qué se liberalice, cuánto, cómo y cuándo. Y al PP le falla sobre todo el cuándo, porque quisieran que el cuándo fuera ahora, y ahora no hay condiciones en los mercados para liberalizar ni para privatizar. Por tanto, las grandes preguntas no se responden, y las pocas respuestas que se atisban apuntan a una privatización total, de entrada para Renfe y para AENA. Ya se intentó este camino en Reino Unido, y están de vuelta, porque el negocio a ultranza suele estar reñido con el mantenimiento eficiente de infraestructuras estratégicas para una sociedad. Nosotros vamos de donde ellos vuelven.

AENA es el primer operador aeroportuario del mundo y un factor estratégico para la economía española, pero el Gobierno la descapitaliza para venderla mejor: expulsa a 1.500 trabajadores, multiplica las tasas, suspende inversiones y restringe actividad en los aeropuertos más pequeños. Renfe será arrojado a un mercado abierto de transporte de viajeros en solo medio año. Italia tardó una década en preparar a su empresa nacional. Hemos invertido miles de millones en infraestructuras ferroviarias para que algunas compañías extranjeras (seguramente públicas) acaben haciendo un negocio pingüe. ¿Y qué pasará con los servicios “no rentables” que ahora financia el Estado, como las cercanías?

En conclusión. La sociedad española necesita de una inversión eficiente para seguir mejorando sus infraestructuras. Deberíamos alcanzar un gran acuerdo “por un transporte competitivo en España”, priorizando aquellos objetivos que coadyuven más eficazmente a superar la crisis, ganando competitividad y creando empleos.

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