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Ni entre los vivos ni entre los muertos

Dos de los investigadores de la desaparición de las niñas de Alcàsser no se atraven a decantarse por ninguna hipótesis acerca de qué fue del asesino Antonio Anglés

Estatua en el cementerio de Alcàsser en recuerdo a las niñas asesinadas.
Estatua en el cementerio de Alcàsser en recuerdo a las niñas asesinadas.Jordi Vicent

Nadie sabe si Antonio Anglés está vivo o muerto. Nadie es capaz de sostener con pruebas si este hombre, acusado del crimen de las tres niñas de Alcàsser, está en el mundo de los vivos o en el de los muertos. Ante esa duda, que continúa sin resolverse 20 años después del triple asesinato, Anglés sigue figurando en la web de Interpol como uno de los sujetos más buscados del mundo. Así lo acredita el símbolo rojo que figura junto a su nombre y su número (el 1993/9069). Pero la verdad es que hoy nadie le busca. Lo único que esperan la policía y la Guardia Civil es que un día alguien detenga a este sujeto en cualquier rincón del mundo, que le tome las huellas y que, al cotejarlas con las de los fichados por Interpol, descubra que es el peor criminal de la historia reciente de España. O bien que algún día aparezcan unos huesos en una playa o un barranco y que el ADN demuestre que pertenecen a Anglés.

Anglés, que hoy tendría 46 años, es el sospechoso del secuestro y asesinato de las adolescentes Miriam García Iborra, Toñi Gómez Rodríguez y Desirée Hernández Folch, las niñas de Alcàsser (Valencia). Las tres jóvenes desaparecieron la noche del 13 de noviembre de 1992, cuando hacían autoestop para ir desde Alcàsser a la discoteca Coolor de Picassent. En esas estaban cuando fueron recogidas por los ocupantes de un Opel Corsa (Antonio Anglés y su amigo Miguel Ricart). El coche, en vez de detenerse en la discoteca, pasó de largo. Y ahí se inició el espeluznante martirio de las tres chicas, que incluyó horas interminables de terribles torturas, violaciones y mutilaciones en una sucia caseta de la partida de La Romana, en un monte próximo a Catadau. Anglés y Ricart pusieron fin a su orgía de sangre y sexo obligando a las niñas a caminar —a la luz de unas velas— hasta un agujero donde, una tras otra, fueron asesinadas de un balazo en la cabeza. Después, los homicidas enterraron en el hoyo los cadáveres, envueltos en un trozo de moqueta, convencidos de que jamás serían hallados.

Un oficial de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil recuerda hoy aquellos primeros momentos del caso: “Desde el minuto uno nos temimos lo peor. Interrogamos a los dueños y a los clientes de la discoteca y tuvimos la certeza de que las niñas no habían llegado jamás al local. Descartada su fuga voluntaria, solo quedaba una hipótesis: habían sido secuestradas, violadas y muy probablemente asesinadas”.

La Guardia Civil investigó a los delincuentes sexuales de la zona. Por ejemplo, durante dos semanas siguió los pasos de un maníaco que solía ir a una tienda, compraba la muñeca más grande que hubiera y se iba a un descampado donde satisfacía sus obsesiones sexuales. Otra pista conducía a Marruecos, a donde las chiquillas habrían sido llevadas como esclavas sexuales. Toda España, sensibilizada a través del programa de televisión Quién sabe dónde, se volcó en la búsqueda de las chiquillas. Todo en vano.

Cuando toda la ciudadanía llevaba dos meses convulsionada por la misteriosa desaparición de las niñas, el Ministerio del Interior decidió formar un equipo conjunto de la Guardia Civil y la policía para tratar de aclarar el enigma.

Ricardo Sánchez, inspector jefe del Grupo central de Homicidios, fue designado para formar parte de esa unidad de élite: “Un día me ordenaron que apoyara las pesquisas. Llegué a Valencia el 26 de enero de 1993 para participar en la Delegación del Gobierno en una reunión con la Guardia Civil. Desde el primer momento supimos que estábamos ante un crimen por motivaciones sexuales. Tuvimos la convicción de que el autor o autores habían matado y enterrado a las víctimas tratando de asegurarse su impunidad”.

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Apenas 24 horas después de esa primera reunión del equipo conjunto, la intuición del inspector Sánchez se vio trágicamente confirmada. Gabriel Aquino González, un apicultor de 69 años, y su consuegro José Sala Sala, subieron a la montaña a revisar unas colmenas. Allí descubrieron, horrorizados, cómo emergía de la tierra lo que parecía ser el brazo de una persona que aún conservaba un reloj.

Toda la zona fue acordonada. Entre los restos de tierra extraída de la fosa, se descubrió un cartucho sin percutir. Junto a unos matorrales, un volante del hospital de La Fe hecho pedazos que, al ser reconstruido, resultó que estaba expedido a nombre de Enrique Anglés por haber sido atendido de sífilis unos meses atrás. Así que los guardias fueron en su busca y le detuvieron, junto con su amigo Miguel Ricart. Pero quien había ido al hospital en realidad había sido Antonio Anglés, un delincuente archifichado que había suplantado la identidad de su hermano Enrique, un muchacho con pocas luces.

Ricart confesó pronto su participación en el triple crimen, junto con Antonio Anglés, su habitual compinche de correrías. Y ahí empezó una apabullante operación de caza y captura de Anglés por todo Valencia.

A la una de la tarde del viernes 29 de enero, Antonio Anglés tuvo la osadía de entrar en La Peluquería, un establecimiento de la Gran Vía de Fernando el Católico para que le quitaran el rubio teñido del pelo y se lo pusieran de color castaño. Durante el tiempo que permaneció allí intentó ligar con una de las empleadas, a la que llegó a preguntar a qué hora acababa de trabajar para ir a recogerla. Cuando se marchó, los dueños avisaron a la policía tras sospechar que se trataba del sujeto buscado por el caso Alcàsser. Pero ya era demasiado tarde.

No se sabe cómo, el asesino jugó al ratón y al gato con la Guardia Civil durante varios días, logró burlar el cerco policial, llegar a Minglanilla (Cuenca) y proseguir su huida hasta Portugal.

Un día de marzo de 1993, un policía antidrogas de Portugal telefoneó a sus colegas españoles y les dijo que creía tener una pista del violador y asesino de Alcàsser. Los agentes de la Brigada de Estupefacientes le pasaron el contacto al inspector Ricardo Sánchez. Y este fue y le llamó:

—Me han dicho que puedes saber algo del individuo que estamos buscando...

—Sí, tengo un colaborador que me describe a un hombre que coincide con esa persona.

—¿Qué grado de fiabilidad tiene ese confidente?

—Total. Del cien por cien.

—¿Y qué te ha contado?

—Que conoce a un tipo que simula que habla italiano, aunque en realidad es español. Suele ir con ropa de manga larga, pero el otro día vio que tenía en el antebrazo izquierdo un tatuaje de una chinita con una sombrilla.

—Pues encaja. Voy para allá.

Ricardo Sánchez salió disparado para Lisboa y encontró al tipo con el que Anglés llevaba 15 días conviviendo en Caparica: un drogadicto llamado Joaquim Carvalho, que explicó que Anglés andaba a la búsqueda de un barco que le llevara a Brasil y que había desaparecido tras apoderarse de su pasaporte.

El 19 de marzo, el policía leyó en un periódico: “Descubierto un polizón portugués en el mercante City of Plymouth”. No tuvo la menor duda de en realidad no era portugués, sino español, y que su verdadero nombre era Antonio Anglés.

El inspector Sánchez voló a Dublín. Pero el buque ya había atracado y Anglés se había tirado al agua —o lo habían tirado— con un chaleco salvavidas. Ese objeto fue lo único que se halló cerca de la bocana del puerto. Ni rastro del fugitivo. ¿Se ahogó? ¿Logró llegar a tierra y continuar su huida a otro país? ¿Tal vez Brasil, como le había confiado al yonqui Carvalho?

El 11 de septiembre de 1995, un hombre encontró una calavera en una playa del condado de Cork, al sur de Irlanda. “Decían que tenía el tabique nasal desviado, igual que Anglés. Yo me empeñé en traer ese cráneo a España. Extrajimos el ADN de una muela y lo comparamos con el ADN de su madre, Neusa Martins. No era el que buscábamos”, recuerda Sánchez.

En marzo de 1996, dos guardias civiles viajaron a Uruguay tras el rastro del fugado, después de que una prostituta comentara que tenía un cliente con unos tatuajes similares a los del presunto asesino (un esqueleto con una guadaña; la leyenda Amor de madre; y una chinita con una sombrilla). Los agentes jamás dieron con ese individuo.

Cuando se cumple el vigésimo aniversario de la desaparición de las niñas de Alcàsser, sigue sin haber el menor rastro del hombre que les dio una muerte cruel y horrorosa. ¿Está vivo o muerto? Ni el inspector Sánchez ni el oficial de la Guardia Civil que siguieron sus pasos se decantarse por una posibilidad u otra. El misterio continúa.

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