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Tribuna
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Temores daltónicos

Hay que anticiparse al despertar del nacionalismo español para encauzar el conflicto

Fernando Vallespín

Los presupuestos dogmáticos del nacionalismo son bien simples. Los seres humanos nacemos todos adscritos a algún pueblo. Cuando este pueblo adquiere conciencia política, se convierte en nación. Y ninguna nación puede sobrevivir sin Estado. El paso de una situación a otra es, pues, algo “natural”. El que empíricamente la mayoría de los Estados no se construyeran siguiendo esta ecuación es para ellos indiferente, una anomalía de la historia. Para explicarla caen, sin embargo, en una contradicción similar a la que siempre aquejó al marxismo. Recordemos. La revolución se veía como algo inexorable, algo que estaba ya marcado en el ADN de la evolución de la historia humana. Pero, para evitar que tardara en hacerse realidad, había que empujarla mediante la acción revolucionaria del proletariado. El equivalente nacionalista de esta acción —generalmente por la vía político-administrativa— es lo que en la literatura del ramo se llama nation building, la construcción activa de un sujeto nacional, por si acaso algunos de sus miembros no se habían dado cuenta de lo que son en realidad.

El Estado español, contrariamente a otros Estados europeos, fracasó en este empeño. No así, como vemos, Cataluña o el País Vasco, que supieron aprovechar las instancias políticas de autogobierno para normalizar a sus habitantes en la elección de la identidad “correcta”. Lo consiguieron, eso sí, a medias. Según una encuesta publicada por el diario Ara el mismo 11-S de la gran manifestación, únicamente un 27,3% de los habitantes de Cataluña se consideran “sólo catalanes”. El resto se adscribe a identidades mestizas española/catalana de distinto signo, lo cual parece que no es óbice para que, siempre según las encuestas, una ligera mayoría esté hoy a favor de la independencia. Y en este movimiento dirigido a aparcar o anular a la otra identidad sentida seguro que ha tenido mucho que ver la sensación de agravio agudizada por la crisis. El caso es que esta se ha visto por parte de la élite nacionalista como una perfecta occasione maquiaveliana para dar el golpe de mano y tomar el palacio de invierno. Dar el salto que reclamaba su autocomprensión histórica de nación.

Tienen derecho a intentarlo, claro que sí, siempre que se cumpla escrupulosamente con todos los procedimientos por parte de los dos lados. Y ahí es precisamente donde está el problema, que el proceso no se nos vaya de las manos. Constitucionalmente la hoja de ruta es clara. Los intereses afectados también. Pero en estas ocasiones gobiernan las emociones y las pasiones, no la razón. Y ahí quienes más tenemos que perder somos los “daltónicos” para los sentimientos nacionales, los que no dejamos de pensar que los países son una contingencia de la historia y no un a priori, los que creemos que el individuo y sus derechos están por encima de las tribus y que construimos nuestra identidad a partir de toda una pluralidad de rasgos sin absolutizar ninguno de ellos. Que somos ciudadanos de una politeia no adscriptiva antes que nacionales. Justo aquello que los nacionalistas no están dispuestos a admitir. Para ellos el individuo no nacionalista es un oxímoron. Y ahora que se aproxima el choque de trenes seguro que seremos los primeros en ser atropellados.

Por eso, desde siempre hemos pensado que los arreglos federales eran la mejor solución para este tipo de conflictos. Autonomía casi plena hacia dentro y lealtad total a las instituciones comunes; un pacto, foedus, dirigido a unir, no a separar, a quienes se ven diferentes pero no obstante quieren hacer que sus muchos elementos compartidos sean el fundamento de su convivencia. Lo podemos intentar, pero me temo que ahora que una buena parte de los catalanes está acariciando su lugar al sol entre los Estados propios, ya llega tarde. Y algo así como una confederación carece de sentido en Europa. Además, no nos confundamos, el viento de la historia en Cataluña sopla en la dirección que sopla y, como es habitual en estos casos, las personas tienden a acomodarse para no quedarse fuera de juego en el nuevo orden. Veremos sorprendentes conversiones al “soberanismo”, cualquier cosa que esto sea.

Entretanto, los políticos nacionales actúan como si esto no fuera con ellos. ¿A qué esperan para reunirse, para articular una respuesta “política”? Parapetarse detrás de la Constitución o de vagos reclamos federalistas no resuelve nada. Hay que anticiparse al despertar del nacionalismo español para encauzar el conflicto por la vía de los intereses, no de las pasiones. Hacer números y pedagogía en uno y otro lado, y llegar a acuerdos. Y, si no, atenerse a las consecuencias. Unos y otros.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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