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Tribuna
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‘Bon cop de falç!’

Hay algo que se olvida: la mitad de los catalanes de hoy que no quieren la independencia

Antonio Elorza

Nacida con la manifestación de julio de 2010, la frase vuelve a ser el emblema de la gran reunión de la Diada: Jo hi vaig ser!, yo estuve allí. En la portada de un DVD al cual sirve de lema, la imagen de una niña expresa que el futuro despunta ahora para Cataluña, gracias a la independencia impulsada por la manifestación. Pocos días más tarde, volví a escuchar “yo estuve allí” en boca del cabeza de familia fascista que en Una giornata particolare, filme de Ettore Scola, evoca para sus hijos otro momento fundacional, el de la gigantesca manifestación en honor del encuentro de Roma en 1938 entre el Duce y Hitler. Por supuesto, nada une ideológicamente a ambos episodios, pero sí existe una coincidencia en cuanto a la idea de que una movilización de masas puede ser interpretada como la expresión auténtica e indiscutible de la voluntad popular. De hecho, ya existe un régimen político, la dictadura castrista, que desde un primer momento sustituyó las urnas por lo que llamaríamos una “democracia de la plaza pública”, cuando las manifestaciones son un componente inseparable del orden democrático, pero no pueden reemplazar a los mecanismos de la democracia representativa. Para empezar, está la inseguridad del número; en la Diada, millón y medio proclamado, al parecer seiscientos mil: no es lo mismo. Luego entra en juego el efecto mayoría, cuando se da una deriva totalista como la que ofrece Cataluña: ver a Durán i Lleida en la Diada es la mejor prueba. Pasará lo mismo en un eventual referéndum sobre independencia, y más aún en la campaña previa en el seno de la sociedad. No seguir la corriente equivale a pasar políticamente a una ciudadanía de segundo orden.

Es la vía trazada por Artur Mas, un presidente elegido con un programa no independentista, sobre una sociedad donde el independentismo era hasta hace poco una posición muy minoritaria —ahí están los tristes resultados de ERC—, y que ha decidido borrar el pasado real, de pluralidad política y de mayoría autonomista, por ese 51% alcanzado en sondeos, que toma ya por opinión suya y unánime de Cataluña, lanzándose a un discurso secesionista; quemando etapas no habrá riesgo de un repliegue del entusiasmo alcanzado el 11-S. Con razón canta Els segadors al regresar de su entrevista con Rajoy: bon cop de falç, buen golpe de hoz. Óptima seña de decisionismo político; pésimo indicio de un independentismo que se atenga a las reglas de juego constitucionales. También por lo que concierne a algo que se está olvidando: la mitad de los catalanes de hoy que no quieren la independencia.

El discurso independentista, dominador de la escena, enlaza con el famoso preámbulo del proyecto de Estatuto: “Cataluña Nación” existe como realidad suprahistórica, homogénea, sagrada, que dicta sus deseos y aspiraciones a través de unos voceros autodesignados. Cualquier limitación surgida del orden normativo español supone, como la “sentencia contra el Estatuto”, una interferencia opresora. En buena aplicación de los criterios propios del totalismo, quien discrepa se convierte de inmediato en el otro, “ustedes”, los españoles; sus opiniones son despreciables agresiones. La autodeterminación es cosa habitual y la amparan las normas internacionales: falso. La realidad es en blanco y negro: “España es un lastre para Cataluña” (el mercado español debió serlo también). Algo que se fue fraguando y que pudo ya observarse en el triste debate sobre los archivos de Salamanca, y más tarde en cualquier ocasión donde un intelectual catalán intuía una ofensa a las esencias nacionales. En el imaginario catalanista, el corte estaba hecho. Solo faltó la frustración provocada por el Estatuto, más el fracaso económico en medio de la crisis, para que la tensión estallara. Resolverla positivamente concierne ante todo a la salud democrática de Cataluña. Demagogia no es democracia. Al explicar el fracaso de su entrevista con Rajoy, Mas olvida que antes había declarado que el pacto fiscal no era alternativa a la independencia y que la oferta de cambio de financiación no representa un portazo.

Frente a la huida hacia delante de la convocatoria de un referéndum / consulta a la gibraltareña, tras unas elecciones, un independentismo democrático encontraría un camino abierto si sustituye decisionismo por reflexión acerca de por qué hasta ayer Cataluña no era secesionista, y en su caso, desde una mayoría cualificada, y fomentando un intenso debate plural en la sociedad, acepta la reforma constitucional como premisa para la independencia.

Siguiendo a Pi i Margall, el federalismo sería la solución racional. Pero la nación, nos dice Mas, no es razón, sino “sentimiento”.

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