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Tribuna
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El desplome no es culpa de los fantasmas

Xavier Vidal-Folch

El desplome de la Generalitat no es culpa de los fantasmas. Los fanáticos de aquí y de allá no hace falta que sigan leyendo. El revés no viene de una asfixia producida por “Madrit”, por España o por la solidaridad interterritorial. Y tampoco de unos despilfarros a capricho de un nacionalismo grandilocuente.

Es más sencillo. El hundimiento de las finanzas públicas catalanas se debe sobre todo a la brutalidad de la recesión y a un modelo de crecimiento agotado. Contra las pesadillas nacionalistas, ya centralistas, ya periféricas, la crisis de la economía catalana se parece como una gota de agua a la de la española.

Si la economía decrece, los ingresos públicos consiguientes, también. Y el déficit presupuestario resulta indomable. Cataluña creció dos décimas menos que España entre 2001 y 2007, y van más o menos emparejadas desde entonces. El gasto público aumentó. Pero sobre todo el sanitario, por el empuje demográfico. Aún así, el peso de los servicios públicos va cinco puntos por debajo del promedio español. Y las inversiones han sido cicateras: escasas bajo el pujolismo, acotadas con el tripartito de izquierdas y recortadas por fuerza mayor bajo Artur Mas. Excesos faraónicos, poco más que el aeropuerto de Lleida, el edificio Emergencias 112 en Reus, algún programa retórico.

Así, el déficit presupuestario y el alza de la deuda llegan, más que por el exceso de gasto, por la insuficiencia del ingreso. La caída de la recaudación prevista para 2010 (último año de Montilla) y 2011 fue peor que el paralelo aumento del déficit. Y Mas ha ajustado gasto sin parar.

La crisis catalana arranca de un sector de la construcción desmesurado —que alcanzó el 11% del valor añadido bruto en 2006, y luego capotó—, siempre un punto por debajo del promedio español; compensado por los dos puntos de más de la industria, que también acabó sucumbiendo a la recesión.

Esa exuberancia del totxo, idéntica a la del ladrillo, se financió por un potentísimo sistema de cajas de ahorro, que retaba a la banca, con una cuota siempre inferior. De las diez entidades, queda una sana y con vida autónoma, un diezmo más grave que el global: de las 48 quedan 11.

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Así que si la crisis catalana es de trazos gruesos comunes y españolísimos, sus hechos diferenciales son poco definitivos: mayor peso de la exportación, mayor carga impositiva, responsabilidad de todos los partidos, y no solo de los dos principales...

Donde hay más divergencia y polémica es justamente en el esquema de las finanzas públicas. Algunos de los reproches catalanes (compartidos por sucesivos Ejecutivos) a la Administración central (de distinto signo) tienen base numérica cierta.

Sucede con el gran desfase entre el peso del PIB del Principado y la inversión central que recibe (salvo en muy contados ejercicios); el retraso en el cobro de partidas comprometidas como las del Fondo de Competitividad... sin contar con los memoriales de agravios comunes a todas las autonomías: mayor esfuerzo relativo de austeridad de estas respecto del Estado en la lucha contra el déficit; exclusión del beneficio del año de prórroga otorgado por Bruselas...

Donde el nacionalismo flaquea es en su propaganda de que si Cataluña no ostentase un abultado déficit fiscal con el resto de España (entre el 7% y el 9% de su PIB), no tendría problema: el gran argumento para el sueño de un “pacto fiscal” similar al concierto vasco. Grecia, Portugal e Irlanda han tenido durante lustros un enorme superávit fiscal respecto de la UE (que les enchufaba entre un 1% y un 4% de su PIB) y sin embargo son pasto de parecidos “hombres de negro” a los que llegarán a Barcelona. Un asunto es estructural, el sistema de financiación; el otro, el menor ingreso por causa de la recesión, es coyuntural, corresponde al ciclo.

Todo será difícil. Lo ya imposible será conjugar el hecho de ser objeto de rescate con el de aspirar a sujeto de soberanía.

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