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Columna
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Nos une el espanto

Nos encontramos en la peor de las situaciones posibles porque no tenemos en quién confiar

Fernando Vallespín

En la legislatura anterior ya habíamos entrado en un escenario de excepción, pero quien ahora ostenta el Gobierno no quiso darse por enterado. Entonces su prioridad no era el país, sino sus propios intereses electorales, acceder al poder. Recuérdese la dramática votación en el Congreso del 9 de mayo de 2010. Luego, una vez que ya lo alcanzaron, empezaron a poner en práctica todo lo que nos prometieron que no harían. Quizá, si lo hubieran hecho de golpe y nada más aterrizar, al menos hubiesen conseguido algo de eficacia. Pero no, el tratamiento tenía que ser homeopático y no de choque, porque había aún algunos flecos políticos colgando, como las elecciones de Andalucía. Los gobernantes de entonces, por su parte, no comenzaron a actuar con contundencia hasta que, casi de forma literal, Europa se les echó encima. En ambos casos los intereses políticos de cada una de las partes predominaron sobre lo que dictaba la urgencia de la situación.

El resultado ha sido que una clase política ya de por sí desprestigiada ha acabado por llenarse de oprobio. Quienes deberían ser la solución para estos momentos tan desazonadores se ven ahora como el problema para una población crecientemente escéptica. Ya nadie se cree nada, ni a nadie. Ni a los políticos, ni a los expertos o tecnócratas, ni nada que les venga de las élites o de personas o instituciones que hasta ahora gozaban de auctoritas. Nos encontramos en la peor de las situaciones posibles, porque no tenemos en quién poder confiar. Y, lo que es peor, nadie confía en nosotros; de la noche a la mañana nos hemos convertido en un país paria. Los ciudadanos de repente hemos tomado conciencia de que estamos solos. Y esta soledad e impotencia en la que vivimos conduce a la desesperanza cuando no al mayor de los nihilismos. Ningún colectivo puede vivir sin futuro, sin saberse dueño de su destino.

Aun así, casi todo es llevadero salvo la conciencia de que nos han engañado. Con la promesa de servicios públicos que ahora resultan no financiables; con un modelo de desarrollo económico tramposo, construido sobre la nada, que creaba una falsa imagen de prosperidad; con una Europa que se suponía que contribuiría a apoderar y potenciar nuestra soberanía en vez de subvertirla; con una cultura del entretenimiento frívolo poblada de personajes banales convertidos en héroes de las masas. Ya no nos reconocemos en el espejo. Entre otras razones, porque quienes nos lo sostenían están desnudos. Ese reflejo estaba distorsionado, era engañoso, como las hipotecas y las acciones preferentes que nos vendían o los innumerables mensajes de “España va bien”.

Con todo, solo tenemos dos opciones, o romper el espejo, desgarrarnos las vestiduras y ya caer por completo en la depresión colectiva, en un país zombi y sin rumbo, o potenciar las virtudes que todavía tenemos —que, por cierto, no son pocas—. No somos tan guapos como nos decían, pero seguimos siendo resultones. No hay más que ver la reacción de muchos de quienes nos visitan, que no reconocen la imagen que de España se proyecta en sus medios cuando la confrontan con la realidad. Además, ahora mismo, aunque solos, estamos más unidos que nunca. Como bien decía Borges, “no nos une el amor, nos une el espanto”. Y ya sabemos por Hobbes que la pasión que nos mueve a cooperar no es el altruismo, es el miedo.

Nuestro mayor problema ahora mismo es de agencia, de cómo transformar nuestra desconfianza, perplejidad y escepticismo en acción positiva; de cómo trasladar las dificultades que nos ponen sobre la mesa en soluciones efectivas. Cada uno en nuestro ámbito respectivo. Pero para eso hace falta un proyecto dentro del cual enmarcar las líneas de actuación, distinguir lo necesario de lo superfluo, las privaciones y carencias de hoy en claras expectativas de mejora para mañana. Y ahí el liderazgo es clave, justo el bien más escaso. Ahora mismo los de arriba se limitan a apagar fuegos sin ton ni son, sin una guía de futuro que vertebre su acción; y los de abajo, ¡qué otra cosa les queda!, a defender en la calle lo que les quitan en los despachos. Falta el engarce, algo que nos cemente en un proyecto colectivo y poco a poco restañe la confianza perdida. Podemos elegir entre el conflicto nihilista a la griega o la más positiva cohesión a la islandesa —o, en su día, la de la propia Finlandia—; convertir el espanto en conmoción paralizante y victimista, o en energía creativa y responsable. Y eso sí que depende de nosotros todos.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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