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Tribuna
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‘La Pepa’ 200

El sistema político actual dibuja un desequilibrio de poderes opuesto al previsto en 1812

Enrique Gil Calvo

Hoy se cumple el 200 aniversario de la primera Constitución Española, pionera del liberalismo político y modelo histórico de reconocida ejemplaridad universal. Y, sin embargo, como lamenta el constitucionalista Roberto Blanco Valdés en el último número de la revista Claves,su conmemoración oficial ha dejado demasiado que desear, al quedar prácticamente ignorada a escala estatal (si se compara con los fastos estadounidenses por el Bicentenario de su Constitución) y pasar casi desapercibida excepto a su gaditana escala local. ¿A qué se debe esta voluntad aparente de silenciar nuestra Carta Magna fundacional?

En el artículo citado (¡Viva la Pepa! ¿O no?), Blanco Valdés achaca tan injusto menosprecio a la actual deriva antiestatal impuesta por el nacionalismo soberanista y el autonomismo confederalizante. Para justificarlo, Blanco argumenta que la Pepa estableció un modelo de Estado unitario y centralista (sin más excepción que la autonomía municipal) destinado a hacer tabla rasa con todos los poderes territoriales intermedios de tipo foral que caracterizaban al Antiguo Régimen absolutista. Y ese jacobinismo originario es el que no se le perdona hoy, pues a los ojos del presente consenso descentralizador y autonómico suena demasiado a pecado original centralizador.

Un razonamiento plausible, motivado por la fobia antinacionalista de Blanco Valdés, que no hace falta suscribir al cien por cien. Es verdad que hoy vuelve por sus fueros el neoforalismo centrífugo (del que es muestra la reivindicación catalana de nuevo concierto foral). Y también es cierto que la descentralización ha propiciado la emergencia del neocaciquismo territorial, tras la multiplicación de nuevas élites autonómicas con sus respectivas redes clientelares que se reparten el negocio de la corrupción territorial (véase el libro de Sandra Mir y Gabriel Cruz: La casta autonómica). Pero por otro lado, esa centrifugación confederal es hoy objeto de críticas feroces a causa del exorbitante déficit autonómico, y se ha visto sensiblemente anulada tras la doble victoria del PP a escala estatal y territorial que anuncia un nuevo centralismo político. De modo que deberíamos buscar otras explicaciones más verosímiles del menosprecio oficial por la Pepa.

Y una posible razón sería atribuirlo al predominio del poder ejecutivo, que en nuestro sistema actual detenta la potestad de someter tanto al legislativo como al judicial. Mucho más ahora, cuando el PP dispone de mayoría absoluta tanto en el Parlamento estatal como en casi todas las asambleas territoriales y locales. Justo la situación opuesta a la prevista en la Constitución de 1812, que inspirada en los principios lockeanos de equilibrio de poderes materializados por la Constitución estadounidense de 1787, estableció un deliberado sistema de frenos y contrapesos precisamente destinado a evitar la concentración absoluta del poder. De hecho, este es el principal valor de la Pepa que Blanco Valdés reconoce en su artículo citado. Según su análisis, el gran principio que definía su sentido político fue parlamentarizar el equilibrio de poderes, evitando que el poder ejecutivo (entonces nombrado por la corona) tuviera primacía alguna sobre el legislativo (como la de disolverlo o no convocarlo) y determinando que sus miembros fueran responsables ante el parlamento.

Pues bien, nuestro sistema político actual dibuja un desequilibrio de poderes opuesto al previsto en 1812. En lugar de parlamentarización, presidencialización, entendida como prioridad política del ejecutivo (cuyo poder se concentra en la persona del presidente del consejo) sobre el legislativo. Es verdad que el Parlamento tiene reservado el poder de elegir al jefe del Gobierno, pero una vez investido este, sus poderes respectivos se invierten, quedando el legislativo sometido al ejecutivo. De ahí que los ministros solo sean responsables ante el presidente que les nombró, quien además dispone de la iniciativa legislativa y de la facultad de disolver las Cortes a discreción. Un reforzamiento del poder ejecutivo que la Constitución de 1978 estableció para evitar la inestabilidad política, pero que se sitúa en las antípodas del modelo liberal de 1812. Por eso los gobernantes actuales, prepotentes como se saben, no se sienten en absoluto inclinados a gritar “¡Viva la Pepa!”. Y por el contrario tienden a menospreciar la soberanía popular representada en el Parlamento, al que suelen torear y humillar siempre que pueden. Es lo que acaba de hacer en el Congreso la semana pasada el presidente Rajoy, cuando no solo impuso la votación de un cuadro macroeconómico ya desautorizado por la UE, sino que se permitió, además, el lujo de despreciar con sus desplantes a los diputados en la sesión de control al Gobierno.

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