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Tribuna
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ETA: estado de la cuestión

Hay posibilidades de convertir el cese de la violencia en disolución de la banda

El lehendakari López y el líder del PNV, Iñigo Urkullu, han visitado estos días a Mariano Rajoy. Pese a sus diferencias, los tres parecen estar de acuerdo en la necesidad de abordar el final de ETA de manera que su derrota por el Estado de derecho no se convierta en éxito político de quienes la han venido respaldando. El primer tema a consensuar entre ellos es una línea de actuación en relación a los presos. Un asunto difícilmente soslayable, por más que un cierto voluntarismo pretenda ignorarlo. Pues mientras haya en las cárceles cientos de etarras presos —y otros tantos huidos por el mundo— sin perspectivas de reinserción, el problema de ETA no podrá darse por cerrado. Incluso podría ser una bandera para eventuales sectores escisionistas contrarios a la retirada.

Durante años se ha dicho que la democracia sería generosa si ETA desistía. Lo han dicho dirigentes de todos los partidos, si bien precisando que hoy esa generosidad solo sería posible tras el abandono de las armas y no como condición de esa renuncia. El 20 de octubre, ETA declaró el cese definitivo de la actividad armada en lugar de anunciar su disolución. Hasta hace poco la distinción no tenía sentido: se consideraba que una cosa implicaba la otra. Pero en vísperas del comunicado hubo cierta inquietud ante la posibilidad de que ETA pretendiera mantenerse en estado latente para forzar la negociación de su disolución a cambio de concesiones políticas. O al menos de una negociación pública sobre la liberación de sus presos.

Esa inquietud se reforzó a la vista de la ambigua redacción de la Declaración de la Conferencia de San Sebastián que precedió al comunicado de la banda. En ella se instaba a los Gobiernos de Francia y España a entablar negociaciones con ETA sobre los presos y otras cuestiones, y se recomendaba un diálogo sobre temas políticos a fin de alcanzar “una paz duradera”. Al recibir el Premio de la Fundación Sabino Arana, el pasado domingo, el expresidente de Irlanda Bertie Ahern, uno de los participantes en la Conferencia, exhortó a Rajoy a abordar “las cuestiones que se pusieron sobre la mesa” en aquella reunión.

Los verificadores reclutados por Brian Currin acaban de decir que, pese a la detención en Francia de activistas armados, la banda no piensa volver a atentar, y que su cese es irreversible. No tardará en aparecer el propio Currin diciendo que ese dictamen demuestra que ETA ha cumplido y que ahora corresponde a los Gobiernos moverse para avanzar hacia la “solución definitiva del conflicto”, como ha dicho estos días X. Mikel Errekondo, de Amaiur. Si se trata de eso, la negociación de siempre, se comprenden las cautelas de Rajoy. Sin embargo, existen razones políticas que aconsejan tomar la iniciativa, marcando la frontera entre lo que es posible y lo que no. De entrada, conviene dejar claro que la democracia no considera que el cese de la violencia sea una cuestión menor. Es un cambio decisivo que permite plantear de otra manera muchas de las cuestiones pendientes; y que aconseja adaptar la política antiterrorista, incluyendo la penitenciaria, a la nueva situación.

Dentro de la legalidad vigente es posible acercar presos sin gran riesgo político dado que las razones por las que se planteó la dispersión hace más de 20 años (favorecer la reinserción por las vías entonces abiertas) tienen poco sentido hoy. También es posible intentar un acuerdo sobre si conviene (y en qué momento) modificar algunos aspectos de la legislación penitenciaria introducidos en 2003 para endurecerla. Así, el artículo 90 del Código Penal, que condiciona el acceso a la libertad condicional a una serie de requisitos como “colaborar activamente con las autoridades”, resulta poco realista si se pretende, como ha dicho el ministro de Interior, impulsar la reinserción individual. La “generosidad” dentro de la ley de que ha hablado Jorge Fernández en relación a tal objetivo ¿a qué puede referirse sino a iniciativas como reformar ese artículo?

Por supuesto que la banda y su entorno intentarán presentar cualquier movimiento del Gobierno como prueba de su capacidad para hacer retroceder al Estado y base de partida para otros objetivos. Por eso sería prudente no ir más allá del acercamiento mientras no haya un compromiso de convertir el cese definitivo en disolución. Algo que la izquierda abertzale, pendiente aún de su legalización como Sortu, debería reclamar de manera pública si quiere disipar las dudas surgidas.

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Pero la forma de favorecer esos pasos no es ya necesariamente la de la máxima dureza (dentro de la ley), como sí lo fue para conseguir el abandono de la vía armada. Alcanzado ese objetivo, un consenso realista entre los principales partidos vascos (y entre los Gobiernos de Vitoria y Madrid) pasa ahora por hacer compatible el inicio del acercamiento de presos al País Vasco con una postura exigente con la izquierda abertzale en relación a la disolución de la banda.

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