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Tribuna
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Reinventando la Edad Media

El rechazo de las élites a contribuir a las arcas públicas tiene raíces muy profundas

Las informaciones que nos ofrecen los medios de comunicación sobre la crisis de las finanzas públicas en algunos países (empezando por el país líder, Estados Unidos) a menudo sepultan bajo una montaña de términos y análisis técnicos una realidad muy antigua y muy simple: el rechazo de las élites a contribuir a las arcas públicas y a los gastos comunes.

En sociedades como la española ese rechazo viene de muy atrás y tiene raíces muy profundas: la cultura religiosa propiciada por la Iglesia católica, que se ve a sí misma como la única sociedad perfecta, tiende a deslegitimar o a colocar en un plano inferior las instituciones estatales y, por tanto, la obligación moral de contribuir a su sostenimiento. Entre nosotros resulta incomprensible la frase que pronuncia en un determinado momento el personaje interpretado por Clint Eastwood en El Gran Torino referida a los que evaden el pago de los impuestos, a los que equipara con los ladrones.

Pero no es solo la cultura religiosa la fuente de esa legitimación social de la evasión de impuestos, que ha terminado colocando a nuestro país en un lugar destacado en el ranking del fraude fiscal y del dinero negro. Las élites españolas no acaban de desprenderse de una tradición estamental que se remonta a los siglos imperiales, cuando uno de los atributos de las clases privilegiadas era la exención de las cargas fiscales.

El llorado Francisco Tomás y Valiente lo expresaba muy gráficamente al referirse a esa sociedad española del siglo XVII en la que tantos buscaban, bien en las filas de la Iglesia, bien mediante la compra de cargos públicos o de hábitos de las órdenes militares, un refugio frente al fisco: “¿De qué huyen estos clérigos sin vocación, estos fabricantes dolosos de sus propios antepasados hidalgos? Huyen de la condición de pecheros, se evaden del pago de impuestos, adquieren la calidad de exentos del pago de contribuciones...”.

El rechazo de las élites a contribuir a las arcas públicas tiene raíces muy profundas

A algunos les parecerá excesivo retrotraer la baja moral fiscal de la sociedad española actual, que tan bien ejemplifican las andanzas financieras del yerno del Rey, a la herencia de una sociedad nobiliaria de tres siglos atrás, ya fenecida. Pero el paralelismo entre la crisis fiscal actual y la del siglo XVII español ofrece enseñanzas que justifican este esfuerzo por activar la memoria histórica.

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En el siglo XVII los gastos militares generados por las continuas guerras y el mantenimiento de ejércitos permanentes excedían sistemáticamente unos ingresos fiscales adaptados a otros tiempos, en los que las necesidades de los monarcas eran infinitamente menores. Hoy, los gastos del denominado Estado de bienestar (el gasto público empleado en asegurar a la población unos niveles aceptables en el disfrute de bienes como la educación, la sanidad o la vivienda) están empezando a exceder también sistemáticamente la capacidad recaudatoria de unos sistemas fiscales que han evolucionado a la baja en las últimas tres décadas. De ahí el recurso obligado a la deuda.

Pero los parecidos no se agotan ahí. También hay un paralelismo en la retórica retro con que se justifican los privilegios fiscales. Entonces, en la España del siglo XVII, en un clima social que ha sido descrito como de “refeudalización”, se desempolvó la vieja retórica medieval que eximía a los caballeros de la contribución a las cargas comunes con el argumento de su responsabilidad en las tareas militares; cuando ya hacía tiempo que el papel de las milicias nobiliarias había entrado en franca decadencia frente a los ejércitos permanentes sostenidos con dinero procedente de los impuestos (o de la deuda pública).

Los argumentos contra el pago de impuestos por las clases altas también tienen hoy un sabor rancio e invocan realidades en claro retroceso. En este caso, la figura del emprendedor individual al que hay que estimular aliviando su carga fiscal o sus obligaciones contractuales para con sus empleados, en un momento en que el papel de esa figura se ve relegado por el peso de las grandes corporaciones. Estas ejercen cada vez más el papel director de nuestra vida económica y son las mayores beneficiarias de la globalización en que aquella se ha embarcado y de la retórica antiimpuestos; dos fenómenos, por otra parte, estrechamente conectados.

Algunas consecuencias de esta huida de la fiscalidad también son similares en los dos episodios que estamos comparando, como son el crecimiento exponencial de la deuda y el consiguiente riesgo de impagos y de pánico de los prestamistas. En cuanto a otras esperemos que las lecciones de la historia no caigan en saco roto. Porque aquella fuga fiscal protagonizada por la España del seiscientos se saldó, como es sabido, con el más espectacular declive económico que ha conocido la historia europea.

Por todo ello y porque nos permiten tomar distancias respecto a ese consenso tan generalizado que apunta a los niveles del gasto social como el origen de todos nuestros males (y a los recortes en estos capítulos como la panacea) los paralelismos establecidos en los párrafos precedentes pueden aspirar a ser leídos como algo más que un puro ejercicio de erudición histórica.

Mario Trinidad fue diputado socialista y es escritor.

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