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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fraga amanecía más temprano

El ministro Fraga se consideraba el administrador único de la libertad de prensa

Manuel Fraga, en 2007, en la presentación de la fundación que lleva su nombre.
Manuel Fraga, en 2007, en la presentación de la fundación que lleva su nombre.XOSÉ MARRA

Estarán ya formados los gaiteiros en la plaza del Obradoiro esperando para tributar la más sentida despedida fúnebre, como estuvieron ya otra vez, innumerables, cuando su entronización en la presidencia de la Xunta de Galicia. La capilla ardiente se instalará con esplendor nunca visto y por ella pasará el Gobierno, las autonomías, los Ayuntamientos y otras representaciones institucionales. Además del gran acompañamiento popular, propio de las ocasiones excepcionales. Veremos personas de toda clase y condición guardando la fila, sin importarles las horas que deban permanecer en pie esperando turno, cualquiera que sea la circunstancia, bonancible o adversa, que el azar meteorológico depare, para rendir el último tributo al cadáver del prócer. Manuel Fraga Iribarne solo se ha apagado después de ver triunfante al Partido Popular con Mariano Rajoy instalado en La Moncloa, una circunstancia que multiplicará la solemnidad de su entierro en su querida Galicia natal.

Los Fraga, como escribe Joseph Roth de los Trota en su novela La marcha Radetzky, no eran de antiguo linaje. Buscaron mejor fortuna durante unos breves años de emigrantes en Cuba. Estuvieron de regreso en 1928 a tiempo de que el padre de Manuel fuera alcalde de Vilalba (Lugo) durante la dictadura del general Primo de Rivera. Luego, concluida la Guerra Civil, Manuel Fraga fue un buen ejemplo de la meritocracia que el régimen del Movimiento Nacional gustaba de exhibir como uno de sus mejores argumentos, confirmación del principio de igualdad de oportunidades, abierto a la incorporación de las capacidades y los talentos, sin hacer acepción de clase social, ni privilegiar por la relevancia de los orígenes familiares. Los jerarcas de entonces, todavía con la camisa azul y el correaje de FET y de las JONS, estaban instalados en la celebración de la victoria sin magnanimidad, se prodigaban en múltiples tareas, promovían la adhesión inquebrantable, graduaban la represión, buscaban un acomodo en la escena internacional —mediante las bases cedidas a los americanos y el Concordato firmado con el Vaticano en prenda del nacional catolicismo— y sostenían la memoria imborrable del alineamiento en la Guerra Civil. Pero necesitaban candidatos a las academias militares, a los altos cuerpos del Estado o a las cátedras universitarias.

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Por ahí se abrió camino Manuel Fraga Iribarne, número uno en las oposiciones al Cuerpo de Letrados de Cortes en 1945, número uno también en las de ingreso en la carrera diplomática en 1947 y catedrático de Derecho Político de Valencia en 1948 y de Madrid en 1953.

Se dejó querer primero por el ministro de Educación Joaquín Ruiz-Giménez, que venía de los católicos propagandistas que alternaban el colaboracionismo y la crítica constructiva con la apuesta por ideas de “mano tendida”, consideradas inaceptables tras los disturbios de 1956, cuando la Universidad Complutense asumió el papel de banco de pruebas de la política. Pero la destitución fulminante del ministro Ruiz-Giménez no le llevó a las tinieblas exteriores sino a la jurisdicción de otro ministro, el del Movimiento José Solís, como Delegado Nacional de Asociaciones. Después, al Instituto de Estudios Políticos y en 1962, al Gobierno como ministro de Información y Turismo. Se entregó, con las peculiares maneras que le granjearon la denominación de “animal político”, a la promoción del turismo, a la multiplicación de la red de Paradores y a construirse una imagen personal con la utilización a su servicio de la radiotelevisión española, bajo su control. Entre sus páginas negras, el intento de justificación del ajusticiamiento de Julián Grimau o la polémica con José Bergamín cuando la huelga minera de Asturias.

En enero de 1966 mantuvo engañados a los españoles sobre las bombas nucleares que habían caído sobre Palomares (Almería) al colisionar un bombardero americano B-52 con un avión nodriza K-135 durante una operación de reabastecimiento en vuelo. Mantuvo el disimulo con la escena del baño en compañía del embajador americano, pero ahí siguen aún las consecuencias sin resolverse. Meses después propició la Ley de Prensa e Imprenta, que reemplazaba a otra dictada en plena guerra, a la altura de 1938, por el cuñadísimo y ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer. La Ley Fraga proclamaba la libertad en el artículo primero y trataba de disuadir de su ejercicio en el artículo segundo, mediante una panoplia de sanciones que se reservaba el ministerio con efectos inmediatos. Terminaba la censura previa, pero se establecía la consulta voluntaria y empezaba el depósito previo de los ejemplares cuya incautación podía disponerse. Se extinguían las consignas por las que hasta entonces se obligaba a escribir en determinada dirección pero las presiones seguían y quienes las desoyeran podían recibir castigos irreparables.

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El ministro Fraga se consideraba el administrador único de la libertad de Prensa. Era él, con su superior conocimiento, quien fijaba los márgenes que nos convenían en cada momento. Y cuando, por ejemplo, el diario Madrid publicó el 30 de mayo de 1968 un artículo titulado No al General De Gaulle, Fraga entendió que se refería a Franco y propuso al Consejo de Ministros el cierre del periódico por dos meses, que después se prorrogaron a cuatro. Eran medidas ejemplares que hacían cundir el pánico. Con los corresponsales extranjeros también se empleó a fondo: al de Le Figaro, Guilleme Burlón, lo expulsó manu militari y sobre otros, como el de Le Monde, José Antonio Novais, promovió inicuas campañas denigratorias. La explotación en el periódico Abc de las anotaciones del diario personal de Enrique Ruano Casanova, que promovió el ministro Fraga, es otro de sus peores momentos.

Entre tanto, Franco había incorporado otro componente, el de los tecnócratas del Opus, a los que venía utilizando para la alquimia de sus Gobiernos. Eran nuevos competidores que se sumaban a los militares, falangistas, tradicionalistas descoloridos, católicos colaboracionistas y monárquicos sin prisas. Fraga les vio peligro y manejó los problemas de Vilá Reyes, cercano a los tecnócratas, en Matesa —el telar sin lanzadera y sin telar— hasta romper la sordina del régimen en asuntos de esta naturaleza y generar un gran escándalo, que terminó en 1969 con un nuevo Gobierno del que Fraga quedó ausente. Fraga ocupó entonces la presidencia de Cervezas El Águila y volvió a la cátedra en el departamento que dirigía Carlos Ollero. Mantuvo su activismo político y periodístico, con la tarjeta de campeón del reformismo y en 1973 fue nombrado embajador en Londres, convertido en lugar de peregrinaje mientras Franco se extinguía y surgían Juntas y Plataformas.

Estuvo como vicepresidente y ministro de la Gobernación en el Gobierno que formó Carlos Arias Navarro al ser confirmado por el Rey en noviembre de 1975. Todavía creyó en la pervivencia de las Leyes Fundamentales del Movimiento sometidas a operaciones de maquillaje barroco. El presidente Adolfo Suárez le dejó fuera de su Gabinete. En las elecciones de 1977 se presentó con un grupo de su invención, Alianza Popular, a partir de los siete magníficos, donde se le sumaron otros personajes de las familias del régimen como Laureano López Rodó, Gonzalo Fernández de la Mora, Antonio María de Oriol, Enrique Thomas de Carranza, Licinio de la Fuente y Cruz Martínez Esteruelas. Formó parte de la ponencia encargada de redactar la Constitución de 1978. Hizo otra comparecencia electoral en 1979 buscando sumar nuevas formaciones de democratacristianos y liberales descastados bajo la sigla común de Coalición Democrática. Pero mientras se convertía en apóstol de la “mayoría natural” iba quedando claro que lo suyo sería siempre una minoría irremediable. Los socialistas, tras su victoria de 1982, lo colmaron de atenciones, dijeron aquello de que le cabía el Estado en la cabeza e inventaron a su medida el puesto de jefe de la oposición.

Felipe González convocó el prometido referéndum sobre la permanencia en la OTAN en marzo de 1986 y Fraga, que era un acérrimo atlantista, se enrocó en la abstención cuando la victoria del sí estaba en peligro. Esa actitud le dejó fuera de la escena internacional, donde los conservadores de Margarita Thatcher en adelante le retiraron el saludo. Cundió el convencimiento de que Fraga era un imposible nacional. Entonces se retiró a Galicia, donde triunfó en las elecciones autonómicas en 1989 y se mantuvo en la presidencia de la Xunta hasta 2005. Dejó el PP en manos de Antonio Hernández Mancha pero volvió para rectificar esa encomienda y poner al frente a José María Aznar. Después ha sido senador hasta que en 2011 anunció que no sería candidato. Son 90 años de pasión por el mando, de facultades, de memoria selectiva, de temperamento, de activismo infatigable, de mucho madrugar, de propósitos alternos, de audacias, de conformismos, de luces y de negruras.

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