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Tribuna
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Sin pistolas, más votos

Antes medían su éxito por la capacidad para hacer cambiar al PNV; ahora, por ganarle en votos

“La violencia no tiene ningún papel ni utilidad para resolver el problema de un pueblo dividido. Sólo consigue profundizar las divisiones y convertir el problema en algo aún más difícil de resolver”, dijo en septiembre de 2000, ante el pleno del Parlamento Europeo, John Hume, líder histórico del Partido Social-Demócrata y Laborista (SDLP), la formación entonces más representativa de la comunidad católica de Irlanda del Norte. Hume fue uno de los impulsores del proceso que condujo al acuerdo de Viernes Santo de 1998 que desembocaría en el fin de la violencia terrorista en ese territorio. Recibió por ello el premio Nobel, que compartió con David Trimble, líder del unionismo moderado.

En las primeras elecciones para la Asamblea de Irlanda del Norte celebradas en aplicación del acuerdo, los partidos de Hume y Trimble fueron los más votados en sus respectivas comunidades. Pero en las siguientes, se impusieron los partidos más radicales de cada una de ellas: el DUP del reverendo Ian Paisley y el Sinn Féin, brazo politico del IRA. Las dos formaciones mantendrían esa posición en 2007 y 2011. El vuelco electoral se produjo pese a que la negativa del IRA y otros grupos terroristas a desarmarse provocó la suspensión por Londres de las instituciones autonómicas ya en 2000, por unos meses, y más tarde entre 2002 y 2006. Los incumplimientos del IRA potenciaron a su vez a los radicales del reverendo y sus sucesores frente a los moderados. Hasta junio de 2005 no dio la jefatura del IRA la orden de inutilización de las armas, y desde entonces se mantiene en Irlanda la batalla por el pasado: por la legitimidad o no de la lucha armada.

Como en el País Vasco. El éxito electoral de Amaiur, coalición articulada en torno al antiguo brazo político de ETA, confirma que sin bombas obtienen más apoyo electoral, lo que sin duda refuerza las posiciones de los políticos frente a los militaristas y, en ese sentido, la consolidación del fin del terrorismo. Pero el pasado no se toca. En su libro de 2005, el propio Otegi sostenía que gracias a la lucha de ETA el programa de la izquierda abertzale había sido asumido por el resto del nacionalismo, en referencia al discurso soberanista de Ibarretxe en aquellos años.

El éxito de la estrategia politico-militar se medía, así pues, por su influencia en otros partidos. Ahora, tras el anuncio de retirada de ETA, el objetivo es convertirse en el partido más votado, desbordando al PNV: el éxito lo miden las urnas. Es un avance indudable, pero que sigue atado a un pasado de violencia no cuestionado.

Los políticos de la izquierda abertzale, como los del Sinn Fein, ya reconocen los límites de la estrategia politico-militar. Pronto reconocerán también su ineficacia, pero está lejos el día en que admitan su injusticia radical, como ya lo hacen algunos presos disidentes. En una película que acaba de estrenarse (Al final del túnel, de Eterio Ortega, tercera de la serie sobre el terrorismo vasco impulsada por Elías Querejeta), Kepa Pikabea, uno de los presos de Nanclares acogido a las medidas de reinserción, dice que “la estrategia político-militar es cruel e inhumana y además conduce al fracaso”. Y cita como la principal equivocación de su vida haber pensado que la libertad de Euskal Herria estaba “por encima de toda dignidad humana”.

Si los dirigentes de la izquierda abertzale se resisten a mirar atrás es porque saben lo que cargan sobre sus espaldas. Por ejemplo, la mentalidad enfermizamente sádica que refleja aquella famosa ponencia Oldartzen que defendía la “socialización del sufrimiento”, en la que se atribuían el derecho de atacar (y a ETA de matar) a los que no sufrían tanto como ellos por la opresión de España y Francia.

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En la película de Ortega aparecen algunos niños, hijos de etarras. El de Pikabea, que de más pequeño creía que todos los niños tenían a su padre en la cárcel, pero iban saliendo, y se preguntaba por qué el suyo no. Y el de Yoldi, que pasó 14 años en prisión y defiende la inevitabilidad de la lucha armada pero que se pregunta si el chaval seguirá un día sus pasos. A pesar de la diferente actitud de ambos padres, tienen en común el horror que de alguna manera identifican con la posibilidad de que sus hijos puedan un día ser víctimas o practicantes del terrorismo.

En Patriotas de la muerte (Taurus, 2011) Fernando Reinares analiza los motivos por los que los miembros de ETA deciden en un momento dado abandonar la organización. Constata que un incentivo para hacerlo suele ser la paternidad. También el casarse influye en la modificación del orden de preferencias entre sus opciones, dice Reinares, pero especialmente el ser padre o la expectativa de serlo. Algo que también ocurre en el IRA, según un estudio que precisaba que la edad media a la que los activistas eran padres, 35 años, coincidía con la del abandono de la militancia.

Es difícil entrar en la mente de alguien responsable de numerosos asesinatos, pero seguramente hay mucho de impostura en la imagen reciente de Txapote (que ha sido padre estando en prisión) fingiendo indiferencia o desprecio ante la mirada de la mujer de una de sus víctimas, José Javier Mugica. ¿Será el temor a verse como le ve esa persona lo que le hace protegerse tras la máscara del cinismo?

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