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¿Quién manda aquí?

En esta precampaña, nadie está explicando el sentido de los sacrificios acordados por la UE

Fernando Vallespín

Nadie está satisfecho en Europa. Ni los ciudadanos ni los políticos; ni los países grandes ni los pequeños; ni los más prósperos ni los más pobres. Y, sin embargo, todos se saben atados a un mismo destino. Como se ha visto por las recientes declaraciones de David Cameron, incluso el Reino Unido y otros no pertenecientes a la Eurozona se sienten afectados por las decisiones del eje central europeo. Son tantas las interdependencias que, en pocos años, la UE ha conseguido convertirse en una unión de cooperación forzosa. Pero, sobre todo, ha logrado acentuar la percepción de que, lejos de fortalecer el poder de cada uno de los Estados gracias a su acción conjunta, los ha disminuido políticamente. Incluso a la mismísima Francia. Solo Alemania parece levantar la cabeza. Aunque ahí también se lamentan de tener que tirar del carro que arrastra a tantos bueyes perezosos.

La crisis nos ha cambiado el guión. Siempre pensamos que las cesiones de poder estatal irían hacia las instituciones centrales de la UE, no hacia los Estados más poderosos económicamente. Y no deja de ser una ironía que haya sido precisamente Berlusconi, el alumno más gandul, quien mejor supiera exteriorizar la nueva situación de auténtica soberanía limitada. O que nuestro híper-demócrata Zapatero se vanagloriara de la satisfacción que encontró entre los diputados alemanes la reforma constitucional exprés con la que nos deleitaron los dos grandes partidos el último verano. Como si hubiera que celebrar con júbilo todo gesto de sometimiento al nuevo poder del dinero. Seguramente nos hubiera ido peor si no la hubiéramos hecho, pero al menos no hay que ufanarse de ello. El mundo al revés, la orgullosa España bajando la cabeza, la voluble Italia haciéndose la ofendida.

La parte buena de todo esto es que al fin sabemos quién manda en realidad. La mala es que no sabemos bien cómo se manda. La reunión del último Consejo Europeo nos desveló algunas claves. Para empezar, el nuevo poder se refugia en el máximo oscurantismo tecnocrático. El ciudadano que quiera hacerse una idea de las opciones que hubo sobre la mesa no solo tiene que haber pasado por un curso de alta economía financiera; también tiene que estudiar a fondo una ingente cantidad de datos y hacer un considerable esfuerzo de síntesis para saber cuáles eran las opciones posibles que se sometían a la decisión. Solo así puede acceder a una opinión sobre lo ocurrido y puede enjuiciar políticamente a quienes allí nos representaban. Si uno de los presupuestos de la democracia es la “comprensión ilustrada” (R. Dahl) por parte de los ciudadanos de los asuntos que se ventilan en el espacio de la política, me temo que en este caso, el que más afectará a nuestras vidas a partir de ahora, casi todos estamos en tinieblas. Nos tendremos que fiar de lo que expliquen los expertos.

Siempre nos quedará la duda, sin embargo, de saber hasta qué punto detrás de esas supuestas decisiones técnicas no se escondían también claros intereses nacionales de algunas de las partes. O si no había otros medios disponibles a la acción política distintos de los que se pusieron sobre la mesa, que se concretaron en una nueva deificación de la austeridad fiscal. A los ciudadanos se nos pone cara de tontos cuando las decisiones políticas fundamentales se nos presentan exclusivamente en términos científico-técnicos, cuando se nos cierran las alternativas posibles. Sentimos que sobramos y que, de ser esto así, no tiene mucho sentido que nos reclamen después nuestro pronunciamiento democrático sobre quién ha de ejercer el liderazgo.

Visto desde la precampaña electoral española la cosa tiene bemoles, ya que Europa está completamente ausente del debate. Nadie nos está ofreciendo un relato creíble que nos permita acceder al sentido de los nuevos sacrificios ni a los complejos entresijos de las decisiones que los fundamentan. Lo que se nos hurta es la posibilidad y la esperanza de que en algún momento podamos llegar a ser un agente activo en la UE, y no meros subalternos que siguen las órdenes de los que en realidad mandan. Hasta el pasado miércoles estábamos dispuestos a hacer sin rechistar los deberes que nos imponían. Nos embargaba el sentimiento de culpa por nuestras irresponsables acciones pasadas, que, en efecto, fueron muchas. Ahora, nos sentimos preteridos, y no solo nos enfurece el no haber sido capaces de anticipar los desajustes de la economía, también el no haber aspirado a un mayor protagonismo en Europa. ¡A ver si aprendemos de una vez!

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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