_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Leyendas políticas

La vida democrática debería ser un juego libre, sin hinchadas ni adhesiones inquebrantables

Cuentan algunos autores que cuando el candidato a presidente de los Estados Unidos Adlai Stevenson libraba su campaña frente a Dwight Eisenhower, una señora le dijo admirada, después de una reunión, “cualquier persona pensante le votaría”, y que él replicó “señora, no es suficiente, necesito una mayoría”. Esta anécdota suele aducirse a cuento del descubrimiento de que, a la hora de votar, las emociones resultan ser decisivas, mucho más que el cálculo racional de lo que interesa. Los economistas que se empeñan en aplicar modelos de utilidad para comprender y gestionar la realidad ni se enteran de lo que pasa ni son buena guía para actuar. La inmensa mayoría de los votantes se orienta por sus emociones. Cosa que, por otra parte, es bastante racional, porque es un despilfarro de energía invertir tiempo en leer programas que nadie piensa cumplir.

¿Qué hacer entonces para ganar las elecciones? En principio, buscar expertos en ciencias cognitivas y neurociencias que nos digan cómo funcionan las entrañas de los ciudadanos, y a continuación escribir un cuento, o varios, que permitan conectar los sentimientos de los votantes con los intereses de mi partido.

Porque el negocio de la política se ha convertido en cosa de partidos, empeñados en optimizar sus recursos para ganar elecciones a cualquier precio. Para lograrlo, curiosamente, no hay que recurrir a lo que conviene a las personas, a su capacidad de calcular qué es lo más útil, sino saber contarles buenos cuentos, que empiecen con “érase una vez”, continúen con los grandes desafíos a los que tuvo que enfrentarse el partido (gigantes, dragones, encontrar el vellocino de oro) y acaben trazando un horizonte lo más prometedor posible. Tal vez no tanto como “y seremos felices y comeremos perdices”, porque el futuro prometido debe ser un poco creíble por lo menos, pero sí algo ilusionante.

Claro que, como decía García Márquez al principio de su biografía, “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”, y si construimos el relato de nuestra vida a la hora de contarla, ¿cómo no se va a construir la leyenda de un partido que quiere ganar las elecciones, buscando un comienzo, una trama y un futuro que emocionen a una parte del electorado lo más amplia posible? También se construye una historia sobre el partido contrario, que intenta ser, claro está, una leyenda negra, con un origen tenebroso, unas actuaciones deplorables y un futuro aterrador. Y resulta ser que lo que acaba estando en juego no son los intereses de los ciudadanos, sino las leyendas blancas y las negras de unos y de otros, leyendas en vez de programas, como si no hubiera problemas que no admiten cuentos.

¿Para qué sirven las historias en estos casos? Para que cada quien se identifique con uno de los equipos que compiten, vista su camiseta y sienta que "esos son los míos". La necesidad más básica de las personas consiste en integrarse en un grupo, a la intemperie hace demasiado frío. Pero justamente la vida democrática debería ser un juego libre, en que las gentes apoyan a unos u otros según lo reclame la situación, sin adhesiones inquebrantables. Los partidos no deberían ser equipos, con su hinchada incondicional, que no apoya a su equipo porque sea el mejor, sino porque es el suyo. Los partidos políticos deberían ganarse adhesiones coyunturales con sus actuaciones.

Pero si es verdad que la mente humana es un procesador de historias, más que un procesador lógico, si es contando historias como formulamos nuestras expectativas, yo también quiero contar una tal vez fecunda para estos tiempos. La de un país que salió de 40 años de dictadura e inició una transición hacia la democracia, admirada por propios y sobre todo extraños, hasta el punto de que muchos se apuntan a imitarla. Contábamos para ello con una sociedad civil alérgica a los enfrentamientos, harta de sentirse identificada con el Duelo a garrotazos de Goya, harta del dicho de Machado “una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Esa es una mala historia, ese es un mal cuento.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Claro que la transición no fue perfecta, nada lo es en las cosas humanas. Pero todos los partidos políticos y las fuerzas sociales supieron llegado el tiempo de la responsabilidad, el tiempo de detectar los problemas básicos y pactar lo necesario con tal de hacerles frente. Sembrar la discordia hubiera sido criminal, y por fortuna así lo supieron todos con la razón y con el corazón.

Tal vez no sea esta una historia muy emotiva, pero no está de más pensar que cinco millones de parados, sanidad y educación escandalosamente a la baja, gentes que no pueden pagar sus hipotecas, abandono de las personas dependientes, reducciones drásticas en ayuda al desarrollo, recortes en becas y ayudas a la investigación, son razón más que suficiente para aunar fuerzas más que para crispar los ánimos por arrancar votos.

Dicen también quienes saben de esto que las historias para ser efectivas deben tener al menos algo de verdad. Y si los problemas son tan dolorosamente reales, creo que esta historia es en muy buena medida verdadera.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y autora de Neuroética y neuropolítica, Tecnos, 2011.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_