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Tribuna
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Los desafíos para después del 20-N

La experiencia de Portugal nos enseña que la llegada de un Gobierno conservador no te saca de la crisis El PP parece hacer méritos para que creamos que no quiere el fin de ETA

En noviembre, y en fecha para recordar por algo más que por la muerte de Franco, los españoles volveremos a ser convocados a las urnas para elegir a nuestros representantes en el Congreso y en el Senado y, consecuentemente, para que los diputados elijan al nuevo presidente del Gobierno. ¿En qué contexto y con qué retos se va a enfrentar el Gobierno entrante?

— La crisis económica y financiera será el primer y fundamental desafío. Ya pasan tres años desde que se inició el derrumbe y cada nuevo año es peor que el anterior. La pelea de hace dos años era para recuperar la senda del crecimiento económico de nuestro país y para mantener el Estado de bienestar que construimos durante los más de 30 años de vigencia de la Constitución. El desafío de hoy es otro. Se trata de evitar un rescate por parte de la Unión Europea; nadie pide al Gobierno que mejoremos, porque a lo que se aspira es a que no sigamos cayendo. No nos sentimos seguros y nos conformamos con quedarnos como estamos, sin que se abrigue la esperanza de volver a la senda de crecimiento de finales de los noventa del siglo pasado y principios del siglo actual.

Hemos hecho sacrificios que no están sirviendo para levantarnos sino para no seguir cayendo. Nadie sabe lo que está pasando y nadie, con suficiente autoridad, prestigio y credibilidad, es capaz de explicar cabal y sencillamente lo que pasa. Felipe González lo contaba así: “Si tenemos una vivienda en propiedad que aseguramos por 200.000 euros y al ponerla a la venta, el mercado solo nos ofrece 100.000, la única forma de obtener 200.000 es metiéndole fuego al inmueble”. Si así fuera, y el mercado quisiera cobrar íntegramente sus préstamos convenientemente asegurados, siguiendo la lógica anterior, resultaría creíble que ese mercado esté metiendo yesca en los países con más dificultades, con objeto de que, quemándolos por los cuatro costados, no tenga que acudir al sistema de quitas y alargamientos de plazos, sino al cobro íntegro de lo prestado.

Sea como sea, la tarea que se tiene por delante es de tal naturaleza que no hay líder europeo que no haya visto comprometido su futuro político y mermada su credibilidad por esta debacle. No parece que al desafío se pueda responder desde una sola opción política, porque una parte del arco parlamentario es poca cosa para enfrentarse a los pirómanos. Portugal, sin ir más lejos, nos enseña que no es suficiente con el cambio de opción política, que pasar de la socialdemocracia al liberalismo conservador no garantiza nada, como tampoco lo garantiza el cambio contrario. Unos gobernando y otros oponiéndose no es la fórmula adecuada para enfrentar este reto que exige el esfuerzo conjunto de todos o, por lo menos, de la inmensa mayoría de la representación estatal.

— En Cataluña triunfó electoralmente el nacionalismo de Convergència i Unió y sería barajable que en el País Vasco el nacionalismo moderado y el radical se hicieran cargo del Gobierno autónomo de esa comunidad en las próximas elecciones autonómicas. Ya sabemos sus aspiraciones y los desafíos que plantearán al Gobierno que salga de las urnas del 20-N. Los nacionalistas catalanes suspiran, desde hace más de una década, por adquirir un sistema de financiación autonómica que les equipare a la excepcionalidad que la Constitución reserva para la financiación vasca. De todos es sabido que quienes representan casi el 20% de la riqueza nacional no pueden acogerse a un sistema de financiación basado en el concierto y en el cupo vasco, so pena de que entremos en una deriva que haga imposible el mantenimiento de un sistema de solidaridad interterritorial.

Cuando pasen las elecciones de noviembre, el Gobierno que se constituya o lo será de mayoría absoluta o volverá a ser un Gobierno de mayoría minoritaria. Si ocurre lo segundo, a los nacionalistas catalanes les resultará más sencillo tratar de abrir una negociación para, tras el correspondiente cambio de cromos, intentar conseguir la tan ansiada financiación autonómica única y exclusiva para Cataluña; las declaraciones de unos de los dos líderes con más posibilidades de convertirse en el próximo presidente del Gobierno de España, el señor Rajoy, han dejado la puerta abierta para esa eventualidad; solo la debilidad o el afán de ganar a cualquier precio pueden explicar ese cambio de opinión, similar a la del primer Aznar, que combatió la cesión del 15% del IRPF a las comunidades autónomas para acabar cediendo el 30%, cuando se vio atrapado en la inestabilidad de un Gobierno en minoría.

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En la bancada contraria podría ocurrir algo similar a lo que pasó con la reforma del Estatuto de Cataluña. Si ninguna de las dos opciones estatales creen lo que dicen en público sobre este asunto, parecería sensato que unieran sus fuerzas para defender contra viento y marea lo que afirman en privado.

Los nacionalistas vascos prometen desarrollar una política de inserción en el Estado que se desbordará si las urnas eliminan el dique de contención que han construido el lehendakari López y el líder del PP vasco, Basagoiti. Parece que ETA va a acabar. Y un nuevo escenario se abrirá en esa comunidad. Ya no tendremos muertos, pero nos va a doler la cabeza cuando nacionalistas democráticos y violentos decidan que, en ausencia de terror, todo puede defenderse, empezando por la petición de independencia mediante el correspondiente referéndum, consentido o no por el Gobierno central. Si del 20-N surge un Gobierno débil, la petición se hará más rápidamente que si el Gobierno no es solo la consecuencia de un cambio de tendencia, sino de una propuesta de organización territorial del Estado, debatida y consensuada por quienes tienen la responsabilidad de pensar en el todo y no en una parte. Al reto de secesión no se puede responder desde una sola opción política, por muy reforzada que esa opción salga de las urnas. Las rayas rojas que jamás pueden ser atravesadas deben ser pintadas por los partidos de ámbito estatal, como única garantía de que hay caminos que más vale no pensar siquiera en recorrerlos.

De nuevo el PP parece hacer méritos para que todos lleguemos a creer que no quiere el fin de ETA. Las declaraciones de sus dirigentes de guardia de este verano iban por esos derroteros. ¡Cualquiera diría que el PP está poniendo palos en las ruedas para que no lleguemos al final! Muchos nos resistimos a pensar de esa manera a pesar de los esfuerzos del señor Arenas para convencernos de lo contrario. Visto lo visto, lo más sensato sería unir voluntades para que ETA acabe definitivamente. Ya se sabe que una banda terrorista ni se considera como tal —¡vosotros fascistas sois los terroristas!, gritaban sus correligionarios y simpatizantes—, ni emitirá nunca un comunicado en el que se dé por finiquitada su actividad criminal. El Gobierno que viene tiene que ser lo suficientemente fuerte como para que pueda dar los pasos correspondientes que los ayude a rendirse aunque no lo parezca. Eso solo será posible si el arco parlamentario surgido del 20-N es capaz de abrir definitivamente las puertas para el final. Un Gobierno en minoría, sea del PSOE o del PP, no podrá hacerlo. Una mayoría absoluta, de cualquiera de ellos, tampoco. Solo si el Gobierno es del color del que gane las elecciones y el ministro del Interior del que quede en segundo lugar será posible que todos ganemos, que ETA acabe y que la victoria sobre el terror sea mérito de todos los demócratas.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que fue presidente de Extremadura, es miembro del Consejo de Estado.

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