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El tesoro invisible del océano

Los microbios marinos tienen aplicaciones médicas, industriales y cosméticas La ONU intenta poner orden y frenar la biopiratería mientras crece el numero de patentes

J. A. Aunión
Buceadores de PharmaMar toman muestras de organismos marinos.
Buceadores de PharmaMar toman muestras de organismos marinos. PHARMAMAR

Los alucinantes misterios de las profundidades marinas han resultado ser mucho más pequeños que los calamares gigantes que imaginó Julio Verne. Muchísimo más. De hecho, son microbios los que esconden promesas de una riqueza incalculable. Sus genes, donde se han hallado ya secretos para combatir enfermedades o para hacer mejores biocombustibles, han desatado una carrera formidable en la que se entremezclan el afán científico, el desarrollo empresarial a través de patentes y los principios éticos que cuestionan el aprovechamiento privado de recursos colectivos.

Las posibilidades son brutales. Por ejemplo, si un científico millonario agarra su yate, se va al mar de los Sargazos, cerca de las Bermudas, y echa un tubo al agua para absorber, a bulto, una muestra de todo lo que haya, puede llegar a encontrar más de un millón de nuevos genes. Esto es lo que hizo Craig Venter (uno de los padres del genoma humano) en 2003, en un proyecto piloto que luego ha dado lugar a dos grandes expediciones en busca de la diversidad de los océanos. Eso no quiere decir que todo hallazgo sirva para algo concreto o tenga utilidad comercial y, de hecho, las previsiones más entusiastas sobre este nuevo oro azul chocan con el escepticismo de algunos expertos. Pero sí dispara las expectativas.

Desde 1999, las solicitudes de patentes de material genético marino han crecido a razón de 12% anual, llegando en 2010 a 18.000 productos naturales registrados procedentes de organismos acuáticos de todo tipo, desde algas o anémonas a esas prometedoras bacterias. No se puede patentar un ser vivo, pero sí aquella molécula, secuencia genética o enzima que le permite al bichito en cuestión, por ejemplo, aguantar en condiciones extremas (en muy bajas temperaturas, muy altas o en condiciones muy específicas) y que, después de un proceso de filtrado y mejora, a veces combinado con otros productos, también sirve para hacer biocombustibles de etanol más eficientes a partir de maíz, mejores cremas para el sol o fármacos contra el cáncer. El creciente mercado de la biotecnología marina movía en 2010 unos 2.800 millones de euros.

Imagen de una bacteria del fondo del mar.
Imagen de una bacteria del fondo del mar.

Pero hay pocos países con la capacidad tecnológica para aprovecharlo. En 2009, el 70% de las solicitudes de patentes procedentes del mar se concentraba en Estados Unidos, Alemania y Japón. Se trata, por tanto, de una materia prima casi invisible, lo que lo convierte en terreno abonado para la biopiratería. Esta consiste en hacerse con el recurso marino sin permiso del dueño —el país donde vive el organismo—, ya que para pedir una patente no es necesario detallar su procedencia. Por eso, el pasado mes de octubre, después de 12 años de trabajo y negociaciones, entró en vigor el Protocolo de Nagoya de la ONU, en el marco del Convenio sobre Biodiversidad, que establece, entre otras cosas, que los buscadores de riqueza genética tendrán que pedir permiso al país dueño de los recursos, compartir conocimiento y tecnología durante las investigaciones y, si acaban sacando beneficios a su costa, repartirlos. España es parte del protocolo; Estados Unidos, una de las grandes ausencias, no solo de Nagoya, sino del Convenio sobre Biodiversidad.

Aún queda por resolver qué pasa en la mayor parte, el 65%, del ancho mar: las aguas internacionales. Hay quien sostiene que allí los genes no son de nadie y, por lo tanto, son del primero que los encuentre; y quien defiende que son de todos, un bien común y, como tal, sus beneficios se han de repartir de algún modo (con dinero para fondos internacionales de investigación o conservación de la diversidad, por ejemplo) como se hace ya con otros recursos como los mineros, energéticos o alimentarios. En enero se acordó en la ONU empezar a redactar un convenio que ordene más allá de las fronteras marinas la búsqueda de esa riqueza. Pero el acuerdo es “muy endeble”, dice el especialista Alejandro Lago, y todavía tardará muchos años en ver la luz. Y, teniendo en cuenta que ya se empezó a hablar, también, hace 12 años, Lago se queja de "desinterés generalizado": "Perpetuamos la famosa 'tragedia de los bienes comunes', que son de todos, pero al final lo que es de todos no es de nadie y se pierde".

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Del mar a las casas

  • Promesas microbianas. La mayor parte de los productos de origen marino procede de animales como las esponjas, cnidarias (como medusas, anémonas o corales) y los tunicados. Sin embargo, el gran crecimiento desde 2007 está en los que proceden de microbios. De hecho, estos concentraban en 2010 en 42% de genes marinos incluidos en patentes.
  • Condiciones extremas. Los genes más interesantes son los de microorganismos adaptados a condiciones extremas, por el frío (en la Antártida, por ejemplo), por el calor (en zonas volcánicas submarinas) o por la necesidad de especialización (en los corales).
  • Aplicaciones. Una de las principales es la medicina (se han aprobado ocho desde 2004, 28 están en investigación clínica y 1.458 están incluidos en investigaciones preclínicas), pero es la requiere más inversión y tiempo para llegar al mercado. También está la cosmética (por ejemplo, en cremas para el sol), la alimentación (para hacer, por ejemplo, leche sin lactosa) o la industria (con enzimas usadas en los procesos de producción de biocombustibles o para un proceso llamado reacción en cadena de la polimerasa, que se utiliza para diagnósticos clínicos o identificación de cadáveres).
  • Mercado. Un estudio de la European Science Foundation calculó que el mercado mundial de la biotecnología marina movía en 2010 2.800 millones de euros, con un crecimiento acumulativo anual del 4%-5%.

De momento, lo que está en vigor es el protocolo de Nagoya. En España, el Ministerio de Medio Ambiente ya tiene listo el borrador para adaptar la ley de biodiversidad de 2007, y ha empezado a difundir el reglamento redactado por la Unión Europea para llevarlo a la práctica. “Hay dos controles, en el acceso y en la llegada al mercado: no habrá financiación para proyectos de investigación si no hay permiso del país al que se va, y sin él, tampoco se podrá comercializar un producto”, explica Lago, responsable de la Cátedra UNESCO de Territorio y Medio Ambiente de la Universidad Rey Juan Carlos y que ha sido asesor del ministerio en estos temas.

La empresa española PharmaMar, filial del grupo Zeltia, se dedica desde 1986 a buscar fármacos de origen marino contra el cáncer. Ellos cumplen al dedillo la legislación y solo buscan recursos genéticos (sobre todo en invertebrados, pero también en bacterias) en los países con los que previamente han firmado acuerdos, asegura la directora de I+D, Carmen Cuevas. Nunca en aguas internacionales, porque ese es un terreno pantanoso. “Yo quiero que se regule todo, hasta el último detalle, porque eso es lo que me va a permitir seguir investigando”, opina.

Todo el proceso empieza a unos 100 metros de profundidad, rodeado por una oscuridad total que solo rompen las luces frontales de los buceadores. “¡Como la de los mineros!”, exclama Cuevas. Hacen cinco o seis expediciones al año, recogen las muestras a mano y se centran en el llamado triángulo de la biodiversidad, entre los océanos Índico y Pacífico. Allí mismo, en los barcos, catalogan cada muestra y, si se trata de una especie nueva, la describen y la incorporan a su biblioteca.

Hay otras compañías que funcionan así. Por ejemplo, la multinacional Merk firmó en 1991 un acuerdo con el Gobierno de Costa Rica para explotar su biodiversidad a cambio de regalías de los posibles productos. Pero, en general, las empresas hacen alianzas con institutos de investigación (normalmente públicas), que son los que llegan hasta los codiciados recursos genéticos.

Estos van más allá del mar; están en todo tipo de plantas, animales o microorganismos. Pero son las bacterias marinas, cuya secuenciación genética es accesible y barata desde unos años, la última gran frontera y la que más esperanzas despierta: el agua ocupa el 70% de la superficie terrestre y la inmensa mayor parte de su biodiversidad está aún por descubrir. Siguiendo la misma lógica, muchos entienden que la carrera se extenderá desde las aguas que caen dentro de la jurisdicción de los países, a las internacionales, aunque hoy las expediciones a esas zonas son muy escasas.

El proyecto Malaspina sí llegó a casi todas partes: recorrió los océanos entre 2010 y 2011 y recogió miles de muestras de plancton y agua hasta 4.000 metros de profundidad. Es una iniciativa del Gobierno español y del CSIC en la que han colaborado una treintena de organismos. El coordinador es el oceanógrafo Carlos Duarte, coautor de una serie de artículos que espolearon el debate en la ONU para regular el uso de recursos genéticos en aguas internacionales. “No hay ninguna invención”, dice de forma tajante sobre las patentes de secuencias de genes. Entiende, sin embargo, que la investigación probablemente necesita incentivos de retorno para las empresas, pero no le parece “razonable que sean hasta del 100.000%”, como ha llegado a ocurrir.

Cocido contra el cáncer

En la sede de PharmaMar, en Colmenar Viejo (Madrid), a poco que uno espere unos minutos en el vestíbulo, verá pasar a alguien con una nevera de mano muy parecida a la que lleva cualquier turista a la playa. Pero en vez del bocadillo y la fanta, en este caso el contenido será hielo seco para conservar las muestras de organismos invertebrados marinos tomados en distintas partes del mundo con la esperanza de que sus células encierren secretos para combatir el cáncer.

Ya dentro del laboratorio, Carmen Cuevas, directora de I+D de la farmacéutica, explica su trabajo de "cocido". Del guiso, se entiende. Igual que se cuecen todos los ingredientes (el pollo, el chorizo, la carne…) para hacer el caldo que contendrá la esencia de todos ellos, en su laboratorio cocinan con disolventes las muestras de los organismos marinos para obtener su esencia. Esta "sopita" se mezcla con células cancerígenas. Si las mata, se vuelve hacia atrás para ver cuál de los ingredientes (el chorizo o quizá la carne) es el que lo hace. Una vez aislada la sustancia correcta, llega la parte peliaguda: conseguir dibujar la estructura química para reproducirla sintéticamente. Sobre todo estudian seres invertebrados, pero también aprovechan las bacterias que les acompañan para exprimir hasta el final cada muestra que llega a sus manos.

Se hace difícil calibrar el entusiasmo con el que esta doctora en Química Orgánica, con 85 publicaciones científicas firmadas, habla de su trabajo. Pero lo cierto es que, desde unos inicios humildes, la empresa tiene más de 1.800 patentes concedidas o en fase de tramitación. El único fármaco que de momento tienen en el mercado, Yondelis, les reportó 73 millones de euros en 2013, está a punto de comercializarse en EE UU y Japón y es uno de los grandes motores del grupo Zeltia, cuya acción vale en Bolsa tres veces más que en 2012.

Yondelis es un medicamento contra el cáncer de ovario y el sarcoma de tejidos blandos (común en la cabeza, el cuello, los brazos, las piernas, el tronco y el abdomen) que nació de un animal marino invertebrado sin cabeza diferenciada; su nombre es Ecteinascidia turbinata y vive en aguas caribeñas.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.

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