_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cerrar el paso a los populistas

Sin confianza en las instituciones, millones de ciudadanos se apean del sueño europeo

Bandera griega (d) ondeando junto a la de la Unión Europea frente al templo del Partenón, en Atenas. EFE/Archivo
Bandera griega (d) ondeando junto a la de la Unión Europea frente al templo del Partenón, en Atenas. EFE/ArchivoEFE

Por enésima vez los líderes europeos se reunirán esta semana para intentar atajar la hemorragia de confianza en el euro y en la UE. Alejado el temor a una salida descontrolada de Grecia, encarrilado el rescate virtual de España, ablandada Alemania tras las humillantes reprimendas del G-20 a la UE, con Italia y Francia de nuevo en el tablero y un modesto, casi homeopático, plan de estímulo económico apalabrado entre los cuatro grandes de la eurozona, las perspectivas son algo mejores que en ocasiones anteriores. Tarde o temprano, si las presiones de los mercados no abren una vía de agua de consecuencias imprevisibles, el buque europeo podría empezar a estabilizarse e incluso, ya con mejor suerte, emprender rumbo al crecimiento.

Una vez enderezado el barco, los gobernantes harán bien en hacer recuento de los que siguen a bordo. Se darán cuenta de que millones de ciudadanos se han apeado del sueño europeo, y otros muchos están por hacerlo. Y verán la caída de confianza de los ciudadanos en las instituciones centrales de las democracias nacionales —Gobiernos, Parlamentos, tribunales, partidos, sindicatos— que alcanza a todos los países. La crisis económica no es la causa de este desencanto, aunque su torpe gestión por parte de los Gobiernos ha contribuido. Al contrario, la crisis es consecuencia de las propias deficiencias democráticas, en particular la dimisión de la responsabilidad de controlar a una versión voraz e inestable del capitalismo que ha engendrado excesos extravagantes en las finanzas y la construcción hasta arrastrar consigo a la totalidad de la economía. Las críticas a este estado de las democracias nacionales y europea denuncian que el poder político y las grandes corporaciones se encuentran cada vez más cerca, el primero incapaz o sin voluntad de regular a (cuando no directamente al servicio de) las segundas. Con la crisis se han sumado interferencias extranjeras en la selección de Gobiernos, elecciones en las que se puede cambiar de políticos pero no de políticas, decisiones internacionales tomadas sin rendir cuentas a los ciudadanos y soluciones ideológicas bajo un disfraz tecnocrático.

Esta crítica no es solo legítima, sino imprescindible para emprender la recuperación de las democracias europeas por parte de los ciudadanos y reconectarles con el proyecto europeo. No hay que menospreciar el riesgo de contribuir a argumentos demagógicos que manipulan los sentimientos públicos y simplifican la realidad hasta oscurecerla, o de allanarles el camino a los populistas. La preocupación genuina por el ascenso del populismo xenófobo en casi toda la Unión Europea —desde los casos más extremos como Aurora Dorada en Grecia o Jobbik en Hungría, a los de más éxito electoral en Francia, Austria, Holanda o Finlandia— no puede servir de excusa para deslegitimar toda crítica al funcionamiento democrático. Porque una cosa es denunciar que los que al hacer la crítica incurren en demagogia o caen en el populismo, y otra identificarles a todos con el extremismo nacionalista hostil a la inmigración y a las minorías. No se debe meter en un mismo saco a los demócratas críticos que quieren ampliar el abanico de opciones políticas e incluir a más personas en la política, practicando en sus propias organizaciones la calidad democrática que reclaman a las instituciones, con los populistas xenófobos que quieren limitar el espectro político y excluir a personas de la sociedad y la política y que, cínicamente, usan la crítica democrática al sistema para avanzar su agenda excluyente, sin aplicarse el cuento en sus propios partidos.

La integración europea nació como un proyecto de las élites, de grandes hombres con visión a largo plazo, que dieron por sentado que los ciudadanos entenderían la bondad de su idea y la apoyarían para siempre. Ya antes de entrar en la actual crisis este modelo estaba agotado. Ahora estamos metidos de lleno en un nuevo momento de integración que, con suerte, transformará a la UE de modo profundo. Si esta nueva fase nace con otro acuerdo a puerta cerrada, firmado y ratificado por instituciones en las que los ciudadanos cada vez tienen menos confianza, arrancará con un serio problema de legitimidad. Es hora de perderle el miedo a las alternativas, a las discusiones abiertas y a las enmiendas constructivas a la totalidad. Cuando urge alimentar un nuevo europeísmo de raíz popular, cerrar en falso los debates e intentar deslegitimar a quien cuestione los complejos acuerdos entre Gobiernos no solucionará los problemas de base de nuestra democracia. Al contrario, si se excluye de la arena política a genuinos activistas por una democracia más abierta, quedará vacante un espacio de descontento. Los populistas xenófobos no tardarán en plantar raíces en este espacio para producir sus frutos envenenados de miedo, odio y exclusión.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_