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Donde el obrero vota al Frente Nacional

Fábricas cerrando, paro del 15%. En Hénin-Beaumont (Paso de Calais), el Frente Nacional de Le Pen y el Frente de Izquierda se disputan el voto del descontento de las clases populares

Mitin de campaña de Le Pen en Bourguenais, en la mitad occidental de Francia.
Mitin de campaña de Le Pen en Bourguenais, en la mitad occidental de Francia.JEAN SEBASTIAN EVRARD (AFP)

María Francisca González regenta un negocio de patatas fritas, llamado Chez González, en la plaza central de Hénin-Beaumont. “Mi abuelo era un barquillero de Santander y mi madre cruzó andando los Pirineos en 1948”, explica. González nació en este pueblo de aspecto flamenco y pequeñas casas alineadas de ladrillo rojo, situada al sur de Lille y cerca de la frontera con Bélgica: “Mi abuelo vendía helados con una camioneta a los mineros polacos, italianos, españoles y marroquíes”. Hoy, solo las dos montañas negras donde se dejaban los residuos del carbón, en las que hoy crece una hierba rebelde y dos árboles ralos, dan testimonio de aquella época.

Hénin-Beaumont, una mancomunidad que agrupa a 14 municipios y 125.000 habitantes, y su región, Norte-Paso de Calais (reflejada en la agradable película Bienvenidos al Norte de Dany Bonn), eran entonces una especie de Asturias a la francesa, un territorio pobre, húmedo y dominado por el Partido Comunista Francés. Cuando en los años ochenta se acabó la minería y llegó la modernidad poscapitalista con un polo industrial made in France (Renault, Faurecia, Samsonite, Metaleurop, pero también McDonald’s y KFC), la pequeña ciudad era un feudo socialista. María Francisca González recuerda que en 1981 “todo el pueblo se tiró a la calle para festejar la victoria de François Mitterrand”.

Pero las cosas han cambiado mucho en los últimos años. Desde 2008, la crisis, las deslocalizaciones y los cierres dispararon el paro en el pueblo hasta las cotas más altas del país, por encima del 15%. Las calles se llenaron de carteles de se vende y de locales de apuestas, el Partido Socialista local dejó de existir como tal en 2009 porque el alcalde de Hénin-Beaumont, Gérard Dalongeville, fue encarcelado por corrupción, y la UMP del presidente protector Nicolas Sarkozy, que siempre había estado ausente, siguió sin aparecer.

González, tan roja y dispuesta como su madre, acompaña a los periodistas a ver el camino que une los concejos de Hénin y Beaumont. “Este es el bulevar de la desolación”, dice. Mientras el coche avanza, hace el recuento de bajas: “Renault despidió a gran parte de su plantilla, Faurecia ha vivido huelgas y despidos salvajes, cerró Metaleurop después de tener dos años a los trabajadores bajo unas condiciones de seguridad lamentables, y con Samsonite fue peor: llegaron unos emprendedores de plantas solares, pero cogieron la subvención del Gobierno para las energías renovables y cuando formaron a los trabajadores cerraron la fábrica dejando en la calle a 1.500 personas. Los típicos patrones bandidos”.

“El FN defiende que los patronos y los obreros deben marchas unidos contra los extranjeros”, dice el izquierdista Noël

El hundimiento político, social y económico tuvo efectos inmediatos: en 2010, el Frente Nacional sacó aquí el 48% de los votos en las municipales, y en 2011, la ultraderecha superó el 51% en los comicios cantonales, ganando en 21 de los 38 cantones de Pas-de-Calais y rozando el 80% en Beaumont. Marine Le Pen se convirtió en consejera regional e instaló aquí su base del norte: el Frente Nacional había dejado de ser un club de ricos jubilados de la Costa Azul. Como hizo la Liga del Norte en Lombardía, la ultraderecha salía del ostracismo con el voto obrero.

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El asalto frentista desmontó el mito que afirma que la inseguridad ciudadana y la inmigración son los dos núcleos en los que se funden los votos y la ideología de la ultraderecha francesa. Las clases populares de esta zona son en gran parte inmigrante o hija de inmigrantes. Y el viejo norte industrializado dejó de ser el señorío donde Dominique Strauss-Kahn campaba a sus anchas de día y sobre todo de noche con sus contactos en la burguesía corrupta de Lille, donde es alcaldesa Martine Aubry, la primera secretaria socialista.

Ahora, en Hénin-Beaumont solo hay dos sedes oficiales. La del Frente Nacional, un primer piso casi clandestino situado encima de una óptica donde a las tres de la tarde se reúnen cuatro militantes para salir a pegar carteles y repartir octavillas. Y la del Frente de Izquierda del extroskista Jean-Luc Mélenchon, una planta baja donde los militantes se reúnen a las diez de la mañana para salir a pegar carteles sobre los que han colocado la tarde anterior los fornidos chicos del Frente Nacional.

David Noël, secretario de la sección local del Front de Gauche (Frente de Izquierda), explica así la transición desde la izquierda a la ultraderecha: “El PCF sacaba aquí el 20% de los votos en los años ochenta y noventa. Cuando nos asociamos al Gobierno de Lionel Jospin, todo cambió. Apoyamos las privatizaciones y perdimos el sitio. Luego el alcalde socialista acabó en la cárcel y emergió el Frente Nacional. En cierto modo fue engañoso, porque Le Pen es un oportunista que solo vino a ocupar ese vacío. La pena es que nos hemos convertido en la excepción que confirma la regla. Los socialistas se han desintegrado, y solo quedamos nosotros y Le Pen”.

María Francisca G0nzález explica que entre los militantes del FN “hay muchos más enfadados que fachas”

¿Será que los extremos se tocan? Según Noël, el discurso de Marine Le Pen, sus ideas xenófobas, antieuropeas y nacionalistas, no se parecen “nada” a las que defiende el Front de Gauche de Mélenchon. Pero en realidad su discurso no es tan distinto. Desde que Le Pen ha añadido unas gotas de perfume social y republicano al ideario de su padre no resulta fácil distinguir entre los dos programas. Los dos piden más proteccionismo, menos globalización, más nacionalismo empresarial. Pero en realidad, todos los partidos franceses ofrecen esa misma receta.

“El Frente Nacional defiende que los patrones y los obreros deben marchar unidos contra los extranjeros y reparte octavillas contra los sindicatos”, explica David Noël. “Nosotros queremos volver a la jubilación a los 60 años y nuestro proteccionismo no es nacionalista, simplemente queremos proteger a la industria europea de la explotación de la mano de obra que se produce en países como China. La derecha y la socialdemocracia, que cayó seducida por el dinero, han sido cómplices y por su culpa hoy tenemos las tiendas llenas de productos de Bakú”.

Esta sensación de invasión, de miedo a la globalización, de alergia al mercado libre es un sentimiento muy extendido en Francia, pero en las zonas más castigadas y alejadas del centro se vive una aprensión especial. Philippe Manière, autor del libro El país donde la vida es más dura (Grasset) ha escrito en el Financial Times que “la globalización está revelando la injusticia del modelo francés. La promesa de igualdad, central en el pacto republicano, ha sido traicionada porque siempre son los mismos quienes corren los riesgos (especialmente el de perder su trabajo), mientras otros disfrutan las oportunidades (buena carrera y buen salario). Y esto refleja la inmovilidad social de un país (…) donde los caminos del éxito están cerrados para los jóvenes, las mujeres, las minorías étnicas y los que no nacen en buenas familias”.

Esa distancia de las élites, alianza política, mediática y empresarial explica en buena parte el fenómeno del Frente Nacional y a la vez el del Frente de Izquierda, porque los dos beben, más que del apoyo de nostálgicos fascistas y comunistas, que también, del voto indignado y antisistema. Las encuestas reflejan que la opción electoral preferida de los jóvenes de entre 18 y 22 años es Marine Le Pen. Y solo después eligen al socialista François Hollande.

El FN y el Frente de Izquierda beben, más que del apoyo de nostálgicos, del voto indignado y antisistema

La Francia obrera del norte votó en 2005 contra la Constitución europea con la mayor convicción de todo el país: un 75%. Unos, como Noël o González, votaron no “a la Europa del capital”. ¿Y los del Frente Nacional? A pesar de sus grandes resultados, los militantes del Frente Nacional del pueblo parecen seguir sintiendo vergüenza de su condición, porque resulta muy difícil encontrar a alguien en el pueblo que diga que vota a Le Pen. Dino, el patrón del café de la Paix, cuenta que tiene un parroquiano “amigo de Marine”, y cree que el éxito de Le Pen se debe al miedo a la inmigración y sobre todo al paro: “En el pueblo hay casas con hombres de tres generaciones y ninguno trabaja”.

El carnicero Patrick Norgret, que es conocido en el pueblo por ser seguidor y suministrador del Frente Nacional, sonríe cuando se le pregunta si vota a Le Pen, y se hace el loco. “La izquierda robó mucho en la alcaldía, pero yo no les voté, votar no sirve para nada”. ¿Tampoco ahora que Francia está en crisis? “¡Qué va, aquí no hay crisis, todos vamos de vacaciones a España, tenemos más coches que nunca, aquí hay mucha pasta, son los medios los que se inventan lo de la crisis!”.

Finalmente, a media tarde, aparece un militante confeso del Frente Nacional. Se llama Xavier, pertenece al partido desde hace ocho años, se jubiló hace dos, a los 55, y trabajaba en la eléctrica EDF. Cuando se le pregunta si es de derechas dice que no como si fuera la peste. ¿Y por qué vota entonces a la ultraderecha? “Porque soy conocido de Marine y porque los otros tienen pocas ideas”.

La ultraderecha avanza casi en silencio, con la complicidad de unos partidarios que no desean decir que lo son

María Francisca González explica que entre los militantes del Frente Nacional “hay muchos más enfadados que fachas”. Su teoría es que Le Pen “hizo el trabajo que los otros no hicieron, ir barrio por barrio buscando los votos y presentar un candidato nacido aquí. Fueron captando gente descontenta, pero a muchos les da vergüenza decir que votan FN. Hace 15 años no se atrevían ni a salir a la calle, pero ahora se sabe bien quiénes son. Muchos de los despedidos de Metaleurop son militantes. En general tienen el apoyo de los desencantados”.

Lo mismo sucede en la nación. La gran fuerza electoral de Marine Le Pen son, además de los jóvenes, los obreros. Su candidata preferida es la ultraderecha. Aunque los sondeos han ido bajando su intención de voto hasta el 15% desde el 20% que tenía hace dos meses, Le Pen ha condicionado y dado forma a la campaña de Nicolas Sarkozy. El presidente sabe bien que para ganar el primer turno debe pescar en las turbulentas aguas del descontento social, en los olvidados y las víctimas de la crisis. Y toda su estrategia se ha basado en eso. Seguridad, inmigración, trabajo, una y otra vez.

La única gran diferencia es que el candidato a la reelección tiene garantizado el apoyo mediático y los recursos financieros, mientras Marine Le Pen lleva a cabo una campaña semiclandestina, hecha de mítines los domingos, entrevistas esporádicas y reparto de octavillas en las fábricas. Se diría que es una opción: la ultraderecha avanza casi en silencio, con la complicidad de unos partidarios que no desean manifestar que lo son. Quizá los sondeos no reflejen del todo la realidad de esta Francia silenciosa y huraña que trama su venganza contra las élites nacionales, europeas y globales sin dar la cara.

Al llegar a la sede del FN en Hénin-Beaumont, el responsable se niega a abrir la puerta negando con el dedo desde la ventana, y los militantes que van a pegar carteles rechazan cualquier comentario y mucho más ser acompañados durante su paseo. “Nos lo han prohibido desde la sede del partido, no podemos hablar”, dicen.

A la salida del turno de mañana de Faurecia, una fábrica de componentes para coches que vive de los encargos de Renault, cada vez menores porque una parte de la producción se ha deslocalizado a Marruecos, los trabajadores se agolpan ante los tornos del aparcamiento. Han pasado tres años haciendo huelgas muy duras y tampoco son especialmente amigables con la prensa. Cuando se les dice que hay huelga general en España, preguntan por qué, pero se niegan en redondo a hablar. Enseguida sale una señorita que explica que esto es una propiedad privada y que debemos abandonar las instalaciones.

En Beaumont, el bar L’Amaryillis es la imagen de la crisis. Tabaco, todos los juegos de azar y loterías posibles, una televisión que retransmite carreras para los apostadores hípicos, y ni un solo cliente a las cuatro de la tarde. Tras la barra, un joven con gafas que se declara apolítico, o mejor “antipolítico”, explica que el Frente Nacional es el resultado del hartazgo. “La gente no cree ya a los políticos de antes. Los tiempos cambian. La izquierda reparte a todo el mundo y la derecha solo a los ricos. Aquí hay mucho paro, mucha inmigración, mucha inseguridad. Tenemos a los gitanos rumanos cerca de Calais y el Gobierno les da 300 euros para que se vayan. Se van a Bélgica y al día siguiente vuelven. Hace falta acabar con todo eso”.

María Francisca González, como buena hija de republicana española, piensa seguir resistiendo: “Nos han tomado como rehenes, pero el enemigo no es el Frente Nacional. El verdadero enemigo son las guerras intestinas de la izquierda”. En Hénin-Beaumont la retórica de los años treinta se ha puesto otra vez de actualidad.

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