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Amar sigue remando

La travesía de un hombre argelino que escapó de su país donde le acosaban por ser homosexual , cruzó dos veces el Meditérraneo para llegar a Europa y acabó dos veces en el CIE de Valencia. Ahora espera poder rehacer su vida en España

Amar Hassan, en Valencia, tras dejar el CIE.
Amar Hassan, en Valencia, tras dejar el CIE.Débora Loisa

Amar Hassan ha vuelto. La primera vez que consiguió llegar en patera desde Argelia hasta la costa de Almería lo detuvieron y lo encerraron en el Centro de Internamiento para Extranjeros de Valencia. La segunda vez, también. Durante su primer internamiento, solicitó asilo y se lo denegaron. Estuvo preso un mes y medio hasta la noche en que inmediatamente después de denunciar múltiples agresiones policiales de las que había sido víctima y testigo dentro del CIE, le entregaron la orden de expulsión.

Aquello ocurrió hace menos de 60 días y aquí está otra vez, y aquí sigue: a la deriva. Desde el encierro, le dicta a un interno que escribe: "He venido a hacer mi vida, nada más y a tener mi libertad, porque en mi país no tenemos esa libertad. (…) Por favor. Gracias". Amar nació hace 31 años en Orán, a orillas del Mediterráneo, en un país —Argelia— en donde tener una relación homosexual se considera un "delito contra la decencia pública". La condena se paga con multas y penas de dos meses a tres años de cárcel. Las palizas, los golpes, las quemaduras de cigarrillo, los insultos o las amenazas, no se contemplan en el Código Penal, pero están legitimadas. Y Amar las ha sufrido.

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Cuando sus tíos se dieron cuenta de que tenían un sobrino gay, le enviaron un matón. Amar estaba trabajando en su peluquería cuando recibió una paliza y le destrozaron el negocio. Después de aquella época, vivió por temporadas cortas en países vecinos hasta que se tiró de cabeza a Europa.

Una noche a finales de noviembre, dentro del Centro de Internamiento para Extranjeros de Valencia, un hombre joven de pelo largo y coleta, con la cara pegada a la reja de un portón, ruega que lo escuchen. Es él, el mismo a quien visitamos hace dos meses aquí, en el CIE. En un cuarto destinado a visitas de abogados y ONG, bajo la luz fría de un tubo, Amar se desahoga. Se le amontonan las palabras. Respira. De vez en cuando respira, pero no para. Una compañera traduce fluido el árabe al castellano y viceversa.

Dice que ahora usa un nombre falso: Amar Hassan. Explica que se lo cambió para que no lo reconocieran al volver a la frontera. Cuenta que, apenas lo expulsaron a Argelia, en la comisaría le quitaron sus documentos y un agente que entendía castellano leyó en la resolución del asilo denegado la palabra "homosexual". Se pone de pie y apoya las manos contra la pared de azulejos, como si fueran a cachearlo. En esa posición Amar tuvo que soportar las patadas con botas de punta de metal de aquel policía. "Golpes de muerte", dirá después. Aún padece secuelas, inclusive físicas de la tortura.

Al cuarto día, logró fugarse de esa comisaría. Era festivo y el ambiente estaba tranquilo; lo habían mandado a limpiar y cuando vio la oportunidad salió corriendo. Anduvo por ahí, escondiéndose durante semanas. Llegó a Marruecos, midió de cerca aquella frontera temeraria y dio media vuelta. Resolvió volver a la playa de Oran de donde había partido en agosto y, una vez más, se subió a una patera. Cinco días más tarde estaría en el mismo CIE infectado de chinches en donde había pasado medio verano.

Aquí hay gente que llora todos los días porque tiene a toda su familia acá

El Estado Español reconoce ocho CIES en su territorio (uno de ellos cerrado provisionalmente). En Europa existen más de 220. Las organizaciones que defienden los derechos humanos tienen una definición para estos Centros: "Cárceles racistas".

Según la Ley de Extranjería, no tener la documentación en regla no es un delito, sino una falta administrativa, como —por ejemplo— lo es aparcar en una zona prohibida. La diferencia reside en que por la primera se aplica la privación de libertad durante un máximo de 60 días, como castigo previo a la expulsión, que por diferentes motivos, en muchos casos no puede hacerse efectiva.

Al CIE, además de exiliados por razones humanitarias o políticas, llegan víctimas de trata, embarazadas, menores y mujeres y hombres que llevan media vida en España. La privación de libertad por el mero hecho de no tener un papel significa un atropello a los derechos fundamentales. "Aquí hay gente que llora todos los días porque tiene a toda su familia acá", reflexiona Amar.

Para llegar a España, Amar había hecho cuatro intentos por la vía legal antes de embarcarse.

—¿Cómo fue tu viaje?

—Bueno, bien. Éramos 14. Salimos a medianoche y tardamos unas 19 horas…

—¿Ese es el primero?

—Ah no, ese fue el segundo. El primero fue más divertido –se ríe-.

—¿Por qué?

—Porque vimos la muerte.

Toma aire y se pone serio.

—Estuvimos cuatro días perdidos en medio del mar.

No es necesario hablar el mismo idioma para ver en sus ojos un mar de noche; profundo, negro y borroso.

—El que llevaba la lancha parecía drogado. Veía luces y pensaba que era España y no era. Pasó la noche y al día siguiente se acabó la gasolina.

El motor se quedó en silencio y el tiempo se detuvo. El sol del mediodía pegaba fuerte cuando la lancha se quedó flotando sin rumbo. No había rastro de la costa en el horizonte. Más tarde vieron barcos pesqueros y de mercancía y ensayaron señales con la llama de un mechero y un desodorante en espray; y gritaron, gritaron hasta quedarse sin voz.

—Nos veían —asegura—. Y nadie nos hacía caso.

Remamos durante veintidós horas. Sin parar, sin comer, sin beber

Se deshicieron del peso del motor, rompieron el tanque de gasolina y con los pedazos remaron durante horas para acercarse, sin éxito, a un ferry. Por la noche pudieron ver diminutas las luces de alguna ciudad. Luego durmieron un poco hasta que otro ferry que iba a pasarles por encima los despertó. Otra vez, remaron enloquecidos y cuando consiguieron alejarse, intentaron volver a descansar.

Es posible que en aquellos ferries viajaran personas que después de atravesar ese mismo mar en patera estuvieran siendo devueltas a Argelia.

En las horas siguientes, los 18 compañeros se repartieron los últimos dos litros de agua que les quedaban.

—Lloramos mucho. Rezamos y algunos hasta planearon suicidarse.

Pero de algún lugar poderoso, sacaron fuerzas y siguieron remando.

—Remamos durante veintidós horas. Sin parar, sin comer, sin beber.

Cuando los brazos ya no les respondían, se durmieron hasta que el sol empezó a abrasar. Vieron una embarcación. Se fueron acercando. Del abatimiento pasaron a la euforia. Era un yate.

—Vimos mujeres y pensamos: si hay mujeres no nos van a dejar esta vez.

La gente del yate dio el aviso de socorro. Y con una cuerda, les bajaron una neverita con agua, frutas y 2.500 euros. El dinero estaba enroscado con una gomita que Amar conserva de recuerdo y que ahora entrelaza en el juego inconsciente de sus dedos.

Nos pide que busquemos a esa gente para agradecerles.

—Uno se tiró al agua de alegría.

Horas más tarde, los 18 hombres caminaban en fila sobre la arena de una playa de Cabo de Gata llena de gente.

Según las cifras reveladas por Naciones Unidas, Amar y quienes con él compartieron la odisea, forman parte de las 207.000 personas que, en un récord histórico, intentaron cruzar el Mediterráneo en 2014. 3.419 fallecieron en el camino.

—Bromeábamos con quedarnos ahí en la playa. Estábamos felices. Y después, 50 personas ahí adentro mirándonos. Decíamos: "¿todos estos vinieron a recibirnos, qué somos, embajadores?".

Pero nada más lejos de la inmunidad diplomática…

—¿Sabías que existían los CIES?

—No.

Cuando lo conocí, Amar llevaba encima 45 días de encierro y la misma ropa puesta desde su detención. Había pedido auxilio a una activista de la Campaña desde un teléfono del Cie: "Tenéis que venir, la policía le ha pegado a 12 personas, queremos denunciar, que nos hagan fotos...".

Luego nos contaría los detalles de la paliza. Y otros tres internos presentarían denuncias con imágenes de sus cabezas llenas de grapas, consecuencia de los porrazos. Pero Amar no llegó a firmar su denuncia. Al día siguiente ya lo habían expulsado.

Más de 40 denuncias acumuladas, por malos tratos y agresiones en el CIE de Valencia —muchas presentadas en 2014— no pasaron inadvertidas. En noviembre, el Comité de Derechos Humanos de la ONU pidió explicaciones al Estado español, por este y otros motivos de violencia y vulneración de derechos. El gobierno tendrá que responder antes de mediados de este año, de cara al VI Examen Periódico del cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

Este toque de atención también apunta a las "devoluciones en caliente", cuya legalidad, paradójicamente, acaba de ser aprobada en el congreso el 11 de diciembre pasado. Con la previsible aprobación del senado y la consecuente puesta en vigor de la nueva Ley de Seguridad de Protección Ciudadana, se acabaría –entre otros tantos– con el derecho de protección internacional de los refugiados que, como Amar, lleguen a España.

"Pero la segunda vez, sabías lo que había… y después de aquel viaje, volviste…", pregunto a Amar. Y él contesta: "Prefiero que me coma un pez a que me coma un gusano en mi tierra". Mi compañera me explica que es un dicho que en árabe tiene rima.

—¿Qué vas a hacer después del Cie?

—Renacer, dice Amar sonriendo. Tiene una de esas sonrisas que iluminan la cara. "Voy a tener mi libertad personal, el respeto de la gente, voy a aprender castellano, buscar un trabajo… y a portarme bien".

Cuesta, pero pregunto:

—¿Y si no te liberan?

—Que Dios me ayude.

Esa noche, Amar recibió la denegación a su segunda solicitud de asilo. Más tarde hizo lo que ya sabía hacer de sobra: seguir remando. Tomó una de las últimas decisiones que le quedaban sobre sí mismo, sobre su cuerpo; algo que nadie podía prohibirle: se negó a comer.

Llevaba dos días en huelga de hambre cuando, como una corriente de aire fresco, le llegó una noticia inesperada: la protección internacional, finalmente, había sido admitida a trámite. Una persona de una organización humanitaria lo esperaba en la puerta.

Hace unos minutos, sonó el teléfono.

La mujer que ayer fue a buscarlo al CIE me habla de parte de Amar, que quiere avisarnos de que lo liberaron.

—Es temporal, advierte ella.

Pero es algo, pienso.

Después de haber cruzado un mar en patera dos veces, de 11 días de calabozos, de 72 noches de CIE, de torturas, de soledad, de mendigar por sus derechos, al menos hoy, Amar tiene una tregua.

¿Hasta cuándo? La gran pregunta.

El viaje continúa, siempre continúa. Y Amar Hassan aún tendrá que esperar un tiempo más para saber si, por fin, lo que pisa es tierra firme.

Débora Loisa es periodista y activista de la Campaña CIE No.

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