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Tribuna
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Izquierda, reformismo o populismo

No habrá credibilidad ofreciendo falsos paraísos, sino ideas para el cambio

No es una encrucijada nueva. Cuando la socialdemocracia sufre una crisis, sea de resultados, de proyecto o de liderazgo, suelen abrirse dos caminos. El primero es de tránsito difícil, implica reconstruir una alternativa reformista creíble y su consecución suele llevar a la recuperación de la confianza de las mayorías. El segundo es tentador, supone dejarse arrastrar por la corriente populista, pero acaba alejándose de las mayorías y otorga irremisiblemente el gobierno a la derecha.

La vieja dialéctica entre Bernstein y Kautsky, entre revisionistas y revolucionarios, revive periódicamente coincidiendo con las etapas de mayores dificultades en el seno de la izquierda. La angustia ante la pérdida de los apoyos y las prisas por volver al poder alientan a veces los análisis precipitados y las soluciones aparentemente fáciles.

Entonces parece predominar la voluntad de seguir “la voz de la calle”, que no tiene por qué ser la voz con más razón, ni tan siquiera la voz mayoritaria, sino tan solo la voz que más se hace oír. Resurge la querencia por el “esencialismo”, la vuelta al calor de la radicalidad, aun sacrificando la aplicación práctica de aquellos principios irrenunciables. Y llegan los chivos expiatorios, los culpables a quienes señalar como origen indubitado de todos los males, sea el bipartidismo, la “casta”, la Monarquía o España.

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La oferta reformista resulta menos atractiva y más laboriosa. Supone pensar antes que hacer. Requiere conciliar utopías y principios con programas gradualistas y consensos realizables. Exige trabajar los cambios precisos para recuperar atención, respeto, crédito y apoyo, sin atajos que valgan. Exige tiempo y no ofrece garantías de éxito a corto plazo. A cambio, el populismo fácil sí asegura un desenlace inexorable, el que lleva de la polarización a la radicalización, y de ahí a la derrota y la frustración.

El 25-M los electores emitieron una llamada inequívoca al cambio, tanto en los contenidos como en las formas de hacer política. Cerca de seis de cada diez expresaron esta voluntad autoexcluyéndose de las urnas. Más de la mitad de los votantes dieron la espalda a los dos partidos que han vertebrado tradicionalmente la política española. El respaldo a la izquierda aumentó más de dos puntos respecto a 2011 y cerca de nueve puntos respecto a 2009, pero su representación se fragmentó sobremanera.

¿Piensa alguien en serio que la abolición inmediata de la monarquía ha de ser la prioridad de la izquierda?

Los españoles han castigado una institucionalidad tan fracasada en la economía como injusta en lo social y penosa en lo moral. El PP cayó 18,5 puntos en dos años por encabezarla. Y el PSOE ha pagado cara la pertenencia a esa institucionalidad para buena parte de su electorado. Realizó un trabajo esforzado y honesto para fundamentar su apuesta por el cambio con nuevos discursos y nuevos proyectos. Pero tanto el tiempo como el alcance de esos cambios han resultado insuficientes para borrar el recuerdo de las complicidades socialistas con las recetas de la austeridad. En los últimos meses de gobierno se sacrificó la coherencia con la esperanza de conquistar la eficacia y, a los ojos de muchos, acabó perdiéndose tanto la coherencia como la eficacia.

IU creció menos de lo esperado por ese comportamiento esquizoide que le lleva del compromiso institucional en Andalucía al populismo asambleario en Madrid o la connivencia directa con las derechas en Extremadura. Y al calor de las tertulias de televisión, orquestadas para el fraccionamiento de la izquierda, surgió la nueva marca Podemos que, aun sin programa y sin equipos viables, supo recoger el enfado de más de un millón de progresistas.

¿Y ahora qué? Quienes compartimos valores progresistas hemos de decidir qué camino tomar. Si el del reformismo socialdemócrata, o el del populismo radical. Si el de la izquierda para gobernar, o el de la izquierda para manifestarse mientras gobiernan otros. La esperanza o la rabia, en palabras de Renzi. Y no tenemos mucho tiempo, porque en pocos meses llegarán las elecciones más decisivas.

¿Piensa alguien en serio que la abolición inmediata de la Monarquía ha de ser la prioridad de la izquierda para resolver los problemas que más preocupan hoy a los españoles? ¿Nos interesa sustituir la denostada democracia representativa por la democracia “directa” de la asamblea de facultad y las tendencias del Twitter? ¿Podemos confiar en las promesas del bienestar bolivariano con prestaciones sociales infinitas sin un programa que asegure una economía viable y justa?

No. La respuesta no está ni en la vuelta a los sóviets ni en la promesa fácil del nuevo populismo. Tampoco valdrán las grandes coaliciones que traicionan la imprescindible alternativa democrática. La crisis de la izquierda se resolverá con un nuevo proyecto y un nuevo liderazgo de cambio reformista, con la aspiración de ganar la confianza de las mayorías y gobernar la sociedad de hoy conforme a los principios de siempre, la igualdad y la libertad.

La izquierda no será creíble ofreciendo falsos paraísos, sino mostrando ideas y determinación para lograr una sociedad más próspera y justa, con empleos dignos, que ofrezca respuestas a las demandas de más participación y más ejemplaridad en la vida pública.

La izquierda es cambio reformista o no es nada.

Rafael Simancas es portavoz del PSOE en la comisión de Fomento del Congreso.

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