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Víctor Hugo Saldaño, la muerte lenta

La lenta agonía del único reo argentino que lleva 20 años esperando la inyección letal en una cárcel de Texas

Martín Caparrós
Saldaño, al otro lado del vidirio en la cárcel.
Saldaño, al otro lado del vidirio en la cárcel.Carlos Chavarría

Aquella vez puso la mano contra el vidrio y me dijo chau nos vemos y yo pensé que era un abuso de lenguaje: no volveríamos a vernos. Fue hace 15 años; Víctor Hugo Saldaño ya había sido condenado y esperaba la ejecución en una cárcel de Texas. Era –así les dicen– un hombre muerto caminando.

El 25 de noviembre de 1995 Víctor Hugo Saldaño y su amigo mexicano Jorge Chávez llevaban un par de días de juerga. Saldaño, después, diría que estaban muy borrachos. En cualquier caso, su crimen fue de una torpeza casi ingenua: testigos los vieron entrar al negocio de las afueras de Dallas y salir encañonando a Paul Ray King, un vendedor de ordenadores de 46 años. Testigos los vieron meterse con él en un bosque cercano y volver solos. Dentro del bosque, King estaba muerto, con cinco tiros en el cuerpo. Cuando la policía lo detuvo, horas más tarde, Saldaño tenía el reloj de King en la muñeca y el arma en el bolsillo. El botín del robo superaba los 50 dólares.

–¿Cómo fue que decidieron ese asalto?

–Nosotros nunca decidimos nada. Estábamos borrachos, y fue un accidente. Qué sé yo… Fue una locura, porque yo siempre había trabajado honestamente, toda mi puta vida, y el loco que estaba conmigo también.

Escucho en la radio música de discoteca. estoy solo, pero bailo igual. me da alegría. y algo de tristeza”

Escucho en la radio música de discoteca. estoy solo, pero bailo igual. me da alegría. y algo de tristeza”

–Fue algo tan rápido, una sorpresa… como un shock. Creo que en el mundo de hoy día es así como pasan las cosas, ¿no?

Cuando lo arrestaron, Saldaño mandó una carta a su familia: les contaba que había caído por robo y homicidio, que le iban a dar pena de muerte y que se olvidaran de él porque ya estaba muerto. Faltaban muchos meses para el juicio.

Víctor Hugo Saldaño había nacido en Córdoba, Argentina, el 22 de octubre de 1972, en un hogar de clase media. Cuando cumplió 18, secundaria incompleta, quiso salir a conocer el mundo. Su padre los había dejado mucho antes para irse al Brasil; Saldaño no sabía dónde estaba, pero marchó a buscarlo. Lo encontró en Florianópolis, con otra esposa y otros hijos, y se quedó en su casa. Al cabo de seis meses, sin medios, pura búsqueda, empezó un viaje de varios años: trabajó de tractorista en Brasil, de minero en la Guayana francesa, de albañil en México, de lavacopas en Nueva York, de jardinero en Dallas.

–Yo me vine desde Buenos Aires hasta Nueva York caminando por todo el continente sin pasaporte, sin documentos. Si hubiera estado rompiendo las pelotas, robando a la gente, matando a la gente, me habrían agarrado mucho antes. Yo nunca me metí en problemas, siempre anduve haciendo la mía, me tomaba mis cervezas, me cogía a unas putas, pero eso es normal, viste…

–¿Y pensás que habría sido mejor quedarte en la Argentina?

–Qué sé yo… Yo soy muy aventurero. No sé si será paranoia, o qué, pero yo no me podía quedar en ningún lugar mucho tiempo.

Me dijo aquella vez, y yo le dije que qué chiste, que ahora sí que tenía que estar en un solo lugar y enseguida me arrepentí pero él se rio –y nos reímos.

–Cuando estaba ahí afuera no me paraba nadie. Ni una mujer ni nadie.

Saldaño, aquella vez, me había resultado cálido, nada temible. Era raro saber que había matado. Cualquiera puede matar a alguien, me dije aquella vez.

–¿Qué buscabas?

–Tenía ganas de aventura, de conocer, de dar vueltas por el mundo.

Los guardias son abusivos, tienen todo el poder y te lo hacen sentir. yo los odio, los odio”

La prisión estatal de máxima seguridad Allan B. Polunsky está a cien kilómetros de Houston, cerca de un lago agitado por el viento y la gasolinera de una familia hindú y un pueblo que no termina de empezar, vacas y pasto. La prisión es enorme y está rodeada de alambradas, torretas, reflectores: la versión Hollywood 2020 de aquellos campos nazis. El encargado de sus relaciones públicas se llama Robert Hurst. El oficial Hurst es un hombre grandote, cincuentón, su panza de cerveza, sus maneras enérgicas, su sonrisa colgate. Debe ser muy gentil con gente que viene a escribir en contra de lo que él defiende. Él me explicó en un mail que las entrevistas con los condenados a muerte sólo se hacen los miércoles y duran una hora. Le propuse el 16 de abril pero me contestó que ni ese miércoles ni el anterior podrían recibirme porque tenían ejecuciones. Entre tantas excusas que me han dado para evitarme, era la primera vez que me decían no vengas que tengo que matar a alguien.

(El 9 de abril el ejecutado fue un mexicano de 45 años, 16 en el pasillo de la muerte. Ramiro Hernández trabajaba en una finca texana por casa y comida pero un día se enojó con su patrón y lo mató con una barra de metal; después violó a su patrona y se quedó dormido abrazándola. Allí fue donde lo detuvieron.

El 16 de abril el ejecutado fue un americano latino de 39 años, 11 en el pasillo de la muerte. José Villegas mató de 32 puñaladas a su novia, 35 a la madre de su novia, 19 al hijo de tres años de su novia porque decidió dejarlo. Después fue a empeñar el televisor de su suegra para comprarse cocaína; allí fue donde lo detuvieron.)

Ahora, Hurst me saluda con el mismo tono con que cualquier sargento de marines me mandaría a atacar esas trincheras ahí enfrente. Y me explica las docenas de reglas; se le nota –en la voz, en la cara– el placer que le produce enunciar reglas. Después me confirma que no, que la vez pasada no vine aquí, que el pasillo de la muerte estaba en Huntsville, a casi cien kilómetros, pero que lo mudaron porque hubo una fuga.

–¿Una fuga?

–Sí, un preso se fugó.

–¿Un preso del pasillo de la muerte?

Yo finjo sorpresa y turbación pero se me hace difícil disimular la sorna.

–Sí, del pasillo de la muerte.

–¿Y pudieron recuperarlo?

–No duró más que unos minutos allá afuera.

Creo que voy a nacer de nuevo en córdoba. me reencarnaré en un ‘baby’, con otra madre, y mi madre anterior sabrá dónde vivo”

Me dice Hurst, bien altanero. Pero que decidieron trasladarlos por si acaso. Y que por eso aumentaron las medidas de seguridad: para entrar al penal te revisan como en ningún aeropuerto, te tratan como si en serio los amenazaras, te escrutan con esas caras de película. Yo no quiero ser prejuicioso pero soy: en los alrededores de la muerte, cada signo es un signo de bastante más –y las pintas de los carceleros vienen derecho de una película indie de fracasos en el Sur más profundo.

Aquella vez, cuando lo vi, hace 15 años, Saldaño ya era un condenado: en dos semanas de juicio, con un abogado de oficio que no disimulaba su desinterés, lo declararon culpable. Su madre lloraba y pidió que la dejaran abrazarlo. Le dijeron que no, que iba contra las reglas.

–Lo que pasa es que en este país si no tenés plata te destruyen. Si tenés, el primer día te dicen que pongas una fianza: ya está, pagás y te vas a tu casa. Después vas a la corte con los mejores abogados, y encuentran la forma de salvarte. ¿Quién se queda en la cárcel? Los pobres. A los pobres les dan un abogado que no hace una mierda. Este sistema es una basura. Es bueno para los ricos, pero a los pobres les dan por la cabeza.

Aquella vez me dijo que ya no soportaba más, que llevaba cuatro años encerrado y de verdad no soportaba más; pasaron otros 15. Tenía el pelo más negro, la cara más flaca, los ojos más vivos. Tenía, también, la voz más firme, dos o tres ideas que repetía sin cesar. Era, entonces, un muchacho asustado e iracundo que no quería arrepentirse y acusaba:

–Yo considero que el gobierno federal de los Estados Unidos es una dictadura militar, porque vos no tenés derechos legales. Si no tenés plata, no tenés los derechos.

La sala de visitas.
La sala de visitas.Carlos Chavarría

Las estadísticas muestran que siete de cada ocho condenados a muerte americanos vienen de hogares pobres: los buenos abogados son demasiado caros. En una encuesta reciente, el 49% de sus ciudadanos pensaba que la pena de muerte se aplicaba según modelos racistas. Los demás debían ignorar que desde 1976, cuando se reinstaló en Estados Unidos, hubo 20 blancos ejecutados por matar a un negro y 271 negros ejecutados por matar a un blanco. O que en Texas los negros, 13% de la población, son el 51% de los condenados a muerte. Un negro tiene tres veces más posibilidades que un blanco de terminar en el pasillo.

Aquella vez, la insistencia de su familia consiguió una revisión del juicio. En 2002 la Suprema Corte federal lo dio por anulado: entre otras irregularidades, un experto psiquiátrico de la acusación había recomendado la pena de muerte porque Saldaño era hispano y “estaba demostrado que los hispanos eran más violentos, más peligrosos que la media”.

Lo volvieron a juzgar en 2004, y lo volvieron a condenar. Desde 1976 ningún estado mató tanto como Texas: 515 personas, más de un tercio del total nacional. Texas tiene fama de sentenciar con ganas y de no perdonar: su gobierno es republicano desde 1998 y los nueve jueces de su tribunal de apelaciones también. Su ex gobernador George Bush dijo, cuando se postulaba para presidente, que “todos los condenados a muerte de Estados Unidos merecen morir”. Desde ese momento los abogados de Saldaño vienen presentando las apelaciones que consiguen que, en Estados Unidos, el lapso medio entre la condena y la ejecución ronde los 18 años.

Ahora, Saldaño está encerrado en una jaula mínima con una silla y un teléfono y un vidrio no tan limpio. Dos guardias lo trajeron esposado con las manos atrás; esposado lo metieron en la jaula, lo sentaron en la silla y cerraron la puerta de rejas que había justo detrás; entonces le hicieron pasar las manos por un agujero de la reja cerrada y, desde el otro lado, le quitaron las esposas. Saldaño, como un gato castrado. Nos saludamos con las manos contra el vidrio, descolgamos los teléfonos, le pregunto si se acuerda de mí y me mira perdido.

–Yo vine a verte, a entrevistarte hace casi quince años.

Saldaño tiene el pelo al ras, ya bien canoso, y esa mano que se pasa por el pelo cuando algo lo confunde: la mano por el pelo y una sonrisa incómoda, perfectamente fuera de lugar.

–No, no me acuerdo.

–¿No te acordás?

–No. El problema es que por acá pasa mucha gente.

Me dice Víctor Hugo Saldaño, recluso del pasillo de la muerte, encerrado todos los días de su vida en una celda de aislamiento.

–Pero cómo te parecés a Lenín.

Me dice, y yo sonrío y le digo que se calle porque nos van a meter presos a todos y él me mira como quien dice tranqui, no te preocupes, confiá en mí.

–A vos acá no te va a pasar nada.

Me dice, y me sonríe para tranquilizarme. Está gordo, como inflado; los ojos achinados, comidos por la carne. Le pregunto cómo pasa los días, qué hace todo el día y me dice que duerme:

–Duermo.

–No puede ser que duermas todo el tiempo.

–Sí, porque tomo pastillas. Acá me dan pastillas y yo duermo. Duermo todo el día y después me despierto a la noche. Me gusta más, pasa el tiempo más rápido. De noche puedo escuchar música, leer los libros que tengo.

–¿Y de día no podés?

–Sí, puedo, pero el día se pasa despacio, no se pasa nunca.

Saldaño me cuenta que tiene una ventanita en la celda que le dice si es de día o de noche. Le pregunto si puede mirar para afuera, si ve algo.

La torre de vigilancia la prisión.
La torre de vigilancia la prisión.Carlos Chavarría

–Bueno, sí. El campo.

–¿Y pasan cosas en ese campo?

–No, no pasa nada.

La vida de un hombre: cada tarde subirse a su cama, asomarse a su ventana estrecha, mirar un pastizal donde parece que no pasa nada. Entrenar, aguzar los sentidos en la busca; descubrir que tampoco en esos signos hay nada para él.

–¿Y qué leés?

–Eeehhh… Communist Manifesto y El Capital, de Marx, Karl Marx.

–¿Ah, sí? ¿De dónde sacaste eso?

–Bueno, el consulado me lo manda. Son libros de filosofía, ¿no? Te mueven la cabeza.

–Un fantasma recorre Europa…

Le digo, y no sé si busco complicidad o confirmación. Saldaño me mira como si me hubiera vuelto loco.

–Es el principio del Manifiesto.

Le digo y me sigue mirando, la mandíbula un poco caída. Yo estoy del otro lado del vidrio, en el pasillo de los vivos: un corredor muy largo, de un lado una pared de azulejos de colores fuertes, infantiles, y las máquinas que venden chizitos, pepsi, chocolates baratos; del otro, la sucesión de ventanas de un metro de alto por medio de ancho que dan a las jaulas de los prisioneros.

–¿Y vos sos comunista?

–No, yo soy más bien un socialista moderado.

Me dice, me sonríe. En el teléfono, su voz se oye metálica, distante: se nota que está lejos, del otro lado del vidrio impenetrable. Hay algo en sus palabras que parece escaparle: como si no terminara de saber qué está diciendo, como uno que al oírse se sorprende.

–¿Y qué más leés?

–Bueno, tengo un montón de libros. Tengo uno que se llama El señor de los cielos, sobre este narcotraficante mexicano que dijo que estaba muerto y se cambió la cara, ¿viste? Es un buen libro, te lo recomiendo.

En el pasillo de la muerte no hay televisión pero él tiene una radio y puede escuchar música.

–¿Qué escuchás?

–Y, el canal Sony. Ahí pasan música de discoteca.

Dice y trata de reírse: no le sale. Yo le pregunto si de verdad escucha música de discoteca, si la baila; él me dice que sí con un gesto.

–Y sí, estoy solo pero bailo igual.

Aclara, innecesario.

–¿Y te imaginás que bailás con una chica?

–No, no tanto. Bailo solo, no me fantasío tanto.

–¿Y qué te da cuando te ponés a bailar?

–No sé, me da alegría. Bueno, y un poco de tristeza.

Dice, y se lleva los dedos a los ojos, se hunde los ojos con los dedos.

Su vida es así: las 24 horas en su celda, la comida –mucho arroz y frijoles– dos veces por día, el sueño de pastillas para el día, la radio y las lecturas y bailes por la noche, los recuerdos y los miedos todo el tiempo.

–Es fea la comida. Pero yo sí como, para sobrevivir un poco, ¿no? Acá la mayoría de los convictos hacen gimnasia. Pero a mí no me gusta el ejercicio.

–¿Por qué?

–Y, soy cordobés, ¿no? El cordobés no trabaja.

Sí podría, dice, hablar con sus vecinos por unos agujeros que tienen las paredes de su celda, pero no tiene ganas.

–Siempre me ponen en medio de gente que no sirve para mí. Yo quisiera tener un mexicano, pero al lado tengo un negro y del otro lado un blanquito de acá, un gringo, ¿no? Con un mexicano podría hablar más, se forma una amistad ahí…

–¿Y con éstos?

La entrada a los baños, con instrucciones en español.
La entrada a los baños, con instrucciones en español.Carlos Chavarría

–No sé, no me quieren hablar.

Y tampoco le gusta salir al patio chico, cubierto y enrejado donde podría pasar media hora cada día y encontrar a otros reos:

–No, es otra pieza llena de rejas. Y es aburrido: siempre te cuentan lo mismo, que si maté a ese tipo, que si maté a tal otro… Es muy aburrido. Prefiero quedarme en mi celda.

Dice, y se calla otra vez, la mirada perdida, los ojos chiquititos. Debe ser espeluznante esa sensación de que nada depende de uno mismo, ni lo que uno come, ni cuándo duerme, ni dónde está ni con quién, ni qué hará mañana ni ninguna otra cosa. Ni siquiera vivir o no vivir: debe ser espeluznante saber que todo puede pasar cada vez que un carcelero te golpea la puerta, que una tarde cualquiera, una mañana de éstas, te vendrán a decir que te prepares, que unos señores que nunca viste decidieron que te vas a morir en unos días.

–Las condiciones acá son muy duras… Los guardias son muy abusivos, tienen todo el poder y te lo hacen sentir. Y vos estás detrás de las rejas y no podés hacer nada. Yo los odio, los odio. La impotencia, eso es lo peor…

Entonces le digo que me impresiona mu

ho que ya lleve 18 años sin tener contacto físico con una persona querida: que ni siquiera su madre, cuando viene a visitarlo, puede darle un abrazo, tocarle la mano. Él lo entiende, lo explica:

–Bueno, porque podrían pasarme algo, marihuana…

–No creo, pero ¿no tenés a veces esa necesidad de sentir ese contacto con alguien querido?

–Sí, sí, mi madre, mis hermanas. Yo querría abrazarlas pero no me dejan. Todo acá es una mierda, ¿viste?

Dice, y le pregunto qué es lo que más extraña de la vida de afuera.

–Y, extraño todo. Las luces de la calle, las chicas…

–Eso debe doler.

–Y bueno, yo no tuve sexo en veinte años.

–¿Y en tu celda te podés hacer una paja?

–No, no. Cuando me agarraron me masturbaba demasiado, estaba fuera de control, así que fui al médico y le pedí que me diera unas pastillas para parar eso.

–¿Por qué?

–Porque no queda bien, no queda bien. Además yo creo en Dios, y eso va en contra de la masturbación, ¿no?

–Pero debés extrañar mucho una mujer.

–Y qué te parece. 20 años sin sexo, sin mujer. Cuando pasan las guardias, las negritas enfrente de mi celda yo les grito, les digo I love you… Pero al final también te acostumbrás a no tener sexo. Lo que pasa es que no podés creer en Dios y estar masturbándote.

(Aquella vez, hace 15 años, Saldaño me había dicho que no creía en ningún dios: “Yo siempre he sido ateo”, me dijo entonces, para decirme que nada suavizaba la amenaza de su muerte anunciada.)

La venganza es el recuerdo hecho violencia –y el modo más extremo de llegar al olvido. El pasillo de la muerte es un lugar para el recuerdo y el olvido: en éste, 277 blancos, negros, hispanos aparcados en sus celdas, expulsados del mundo de los vivos, esperan el momento del recuerdo y el olvido más definitivos.

Saldaño estaba allí, olvidado, hundido en el recuerdo, pero hace tres meses su caso volvió a la actualidad: su madre y su abogado fueron a pedirle al papa argentino que los ayudara a conseguir clemencia –o algo así. Saldaño se enteró por la gente del consulado argentino en Houston:

–Ellos me mandaron un montón de papeles del internet, porque ellos ahí tienen computadora. Papeles sobre el Papa y sobre mí, de cuando fue mi madre a verlo.

–¿Y pensás que va a poder hacer algo por vos?

La entrada a la prisión.
La entrada a la prisión.Carlos Chavarría

–Pobrecito el Papa, él quiere parar alguna ejecución pero acá siguen matándonos, no le hacen ni caso. Acá tienen el poder, no le hacen caso.

Me dice, y enseguida se pone a hablar de su cómplice, el mexicano Jorge Chávez, y cómo lo traicionó, que si no fuera por ese traidor no estaría aquí. Es cierto que Chávez negoció con la justicia texana: evitó la pena de muerte a cambio de declarar contra Saldaño.

–¿Y sabés qué ha sido de él?

Saldaño se calla. Por momentos se distrae, se olvida de lo que iba diciendo. Ahora se pasa la mano por el pelo, busca, pestañea. Mira hacia el techo, encuentra algo:

–Se murió. Él se murió, se cortó las venas y se murió y así pudo salir para afuera. Y después las autoridades hicieron una copia de él, ¿viste?, porque no querían que se supiera que se había ido, para no quedar mal, y la pusieron ahí en su lugar, en esa misma cárcel.

En el registro de presos del Estado de Texas consta que Jorge Chávez sigue recluido en la cárcel de Robertson.

–Y él está ahí, ahora, en esa cárcel, pero ya no es él, es una copia.

Yo me callo, no sé qué decirle. Es angustioso escuchar cómo se va desbarrancando. Y entender que tantos años tan cerca de la muerte debían tener un precio.

–¿En algún momento podés olvidarte de que estás acá, en una cárcel, condenado?

–Bueno, en el sueño.

–¿Pero despierto?

–Despierto no tanto. Si me das ma

Qué raro. se me hizo fácil matar a alguien, pero se me hace tan difícil matarme a mí… lo intenté varias veces, pero no tuve valor”

rihuana…

Me dice y hace una morisqueta que se acerca a sonrisa y le digo que no creo que me dejen. Entonces sí se ríe y le pregunto si a veces piensa en salir y se vuelve a restregar los ojos. Bosteza: me dice que tiene sueño, que ya se tomó la pastilla y le está haciendo efecto.

–Estoy medio huevón, ¿no?

Dice, y después dice que está aquí de milagro:

–Yo estoy aquí de milagro. Me quedo por mi madre, para no ponerla más triste. Pero ya podría haber cortado las apelaciones.

–¿Cómo es eso?

–Claro, vos podés parar las apelaciones y ser ejecutado. Yo intenté con mis abogados, pero ellos me dijeron que mi madre iba a sufrir mucho; si yo sigo aquí es por mi madre.

Dice, la voz metalizada en el teléfono, los ojos más abiertos; ya parece de vuelta, razonable:

–Al final las apelaciones pueden durar como treinta años. Yo ya tengo casi veinte, podrán pasar diez más.

Se supone que el proceso –las dilaciones, las vueltas y más vueltas– sirve para que la justicia sea servida en todo su esplendor; para guardar años a los reos en la antesala de la muerte. Debe haber torturas mejores, pero es probable que ninguna sea tan refinada en su supuesta humanidad, tan santurrona.

–Yo de verdad quiero cortarla, pero los abogados no me dejan. Yo les digo que es mi vida, ¿no? Pero ellos me dicen que mi madre va a estar feliz si algún día salgo de aquí, ¿no?

–¿Y pensás que algún día podés salir?

–Bueno, sí, yo pienso que algún día puedo salir, cumpliendo las leyes.

–¿Cómo?

–Primero tiene que correr una acción legal. Entonces me dan una vida y después la liber.

–¿Cómo que te dan una vida?

–Una vida, una cadena perpetua.

Me dice, como quien dice a éste hay que explicarle todo. Y que la liber, por supuesto, es la libertad, al final del camino. Desde 1976, 144 presos fueron liberados del pasillo de la muerte porque no eran culpables –y sus historias son el argumento más eficaz contra esa pena que les iban a aplicar injustamente.

–Yo pienso mucho en eso. Porque al final es muy duro estar aquí, ¿viste? No tenés amigos, el tiempo nunca pasa, lo único bueno es la comida…

En 2011, el Estado de Texas abandonó la tradición de una última cena especial para el hombre que iba a ser ejecutado. Dijeron que había muchos abusos y, que todos modos, los criminales no se la habían ofrecido a sus víctimas antes de matarlas.

–¿Y cuando pensás que salís qué te imaginás que hacés, ese día, lo primero?

–Uy, una fiesta.

–¿Cómo sería?

–Y, no sé, como de cumpleaños, ¿no?

Dice, y yo le digo que pensé que me diría una fiesta con mujeres y bebidas y porros y esas cosas y él, entonces, que eso sería si fuera brasilero, ¿no?, y yo me río y él completa el cuadro, entusiasmado:

–Y todos los medios de comunicación encima mío, ¿no?

–¿Eso te gustaría?

–Claro, a quién no. Todos preguntándome cosas, sacándome fotos, buscándome.

Yo, ahora, no sé qué preguntarle. O, mejor: no sé si preguntarle lo que sé que quiero preguntarle. No creo en mi derecho a hurgar en ciertas cosas. Podría decir que me importa hacer bien mi trabajo, que la ética profesional, que los lectores –pero, aquí, frente al vidrio, frente a sus ojos como rajas, su cara abotargada, me intriga de verdad, personalmente, cómo hace para seguir viviendo, sabiendo que vivir es poco más que esperar el momento de su ejecución. Otra vez, la cercanía de la muerte: como si tenerla ahí le diera una sabiduría que yo querría aprovechar.

Si algo nos define como hombres es una certeza desdichada: sabemos que nos vamos a morir y queremos que eso tarde todo lo posible porque todo lo que seremos lo seremos en ese lapso. Queremos que el tiempo no corra porque nos lleva a su final –y la vida es eso que nos pasa mientras se cumplen esos plazos que nunca conocemos. Aquí, en cambio, para Saldaño y sus vecinos, el plazo está fijado y la vida consiste en esperar que termine de cumplirse. El tiempo de un condenado a muerte está hecho de nada o peor que nada: la pura espera de la muerte, sin nada que disimule su condición brutal.

–Ahora no pienso tanto en que quiero que me maten. Ahora me siento un poco mejor, ¿verdad? Más gordito…

Se ríe y bosteza; después sacude la cabeza como quien se da cuenta de algo extraño. Le pregunto cuándo quiso que lo mataran.

–Muchas veces, ¿no? Quería que me ejecutaran más rápido.

Dice, y se pasa la mano por el pelo y de pronto, como quien se ilumina:

–Allá en Buenos Aires, mucha gente me conoce, ¿no?

Yo le digo que sí, que ha salido en muchos diarios y que hay muchos que se preocuparon por él. Pero debo devolverlo a la cuestión:

–¿Y alguna vez pensaste en matarte vos mismo?

–Sí, yo intenté matarme, sí. Varias veces.

–¿Y qué pasó?

–Nunca tuve los huevos suficientes para terminar de matarme.

–¿Cómo intentaste?

–Bueno, ahorcándome con una sábana cortada, atada acá al pescuezo. Acá uno se ahorcó así el año pasado, totalmente triste, ¿no?

Dice, y se pasa la mano por el cuello: con sorpresa, como si lo estuviera descubriendo.

–¿Y vos pensaste que lo podías hacer?

–Bueno, ahora pienso que mejor que las autoridades me ejecuten con una inyección, ¿no?

–¿Pero llegaste a ponerte la sábana?

Saldaño asiente con los ojos, la boca otra vez arrugada en la mueca del chico descubierto. Yo le preguntó qué pensó.

–No, no pensé nada, sentí el apretón acá en el cuello y me friquée, me friquée y ví que era duro y no… intenté como cuatro veces, pero siento el apretón y me vuelvo loco, ¿viste?

–¿Y ahora no lo seguís intentando?

–No. Ahora no.

Dice, bosteza, me muestra los cortes en los brazos: que también trató de cortarse las venas.

–Lo intenté varias veces, con un razor de esos que te dan cuando te bañás. Pero no tuve huevos, no pude aguantar tanto dolor así. No tuve valor para eso, ¿no?

Dice, y se queda pensando.

–Qué raro. Se me hizo fácil matar a alguien, pero se me hace tan difícil matarme a mí.

 –¿Es fácil matar a alguien?

–Es tremendamente fácil. Tenés un cuete en la mano, hacés así y ya está.

Dice, y aprieta con el índice derecho aquel gatillo que lleva 18 años apretando, en cada pesadilla, y la sonrisa se le hace tan extraña: turbadora en su lugar equivocado.

Para ciertos Estados de los Estados Unidos, matar parece cada vez más difícil. Las tres drogas que suelen usar en sus ejecuciones –la que duerme al reo; la que relaja sus músculos; la que le para el corazón– ya no se fabrican en Estados Unidos porque, dicen, no son un buen negocio. Entonces las administraciones penales las compraban a compañías europeas que dejaron de vendérselas por los grupos de opinión. Los verdugos empezaron a improvisar; el resultado más visible fueron los tres cuartos de hora de agonía de Clayton Lockett en Oklahoma semanas atrás. Ciudadanos y abogados se lanzaron contra esa “tortura inaceptable” –que no consistía en matar a alguien sino en matarlo mal.

La discusión, estos días, cayó en un pozo raro: ya no se discute si el Estado tiene autoridad para matar sino si sabe cómo hacerlo. El apoyo a la pena de muerte sigue siendo muy mayoritario en Estados Unidos: la opinión favorable de más del 60% de sus ciudadanos hace que sea rotundamente democrática.

Frente al sinnúmero de estudios que muestran que la pena de muerte no funciona como disuasión, muchos la apoyan porque supone un orden retributivo clásico: ojo por ojo. Otros usan un argumento más coherente con su visión del mundo: que a esos delincuentes hay que matarlos para no tener que mantenerlos décadas con el dinero público. Abolicionistas tienen una respuesta a la medida: que, entre costos legales y gastos de prisión, cada pena de muerte le cuesta al Estado entre dos y cuatro millones de dólares, así que es más barato tenerlos presos de por vida.

Estados Unidos y Bielorrusia son los únicos países occidentales que aplican la pena de muerte. Según Amnistía Internacional hay 22 países que ejecutaron reos en 2013. Entre ellos –sin contar a China– consiguieron matar a 778 personas, casi cien más que en 2012, usando la electrocución, el fusilamiento, la decapitación, la horca y la inyección letal. Los más productivos fueron –en este orden– China, Irán, Irak, Arabia Saudí, Yemen, Estados Unidos, Sudán, Afganistán, Japón y Corea del Norte.

Pero las condenas a muerte pueden pensarse también como un punto extremo de la “carcelización” de la política social americana. En 1974 había en todo el país 365.000 presos; ahora hay 2,3 millones: poco menos del 1% de la población. Casi un cuarto de los presidiarios del mundo son estadounidenses.

–Yo quiero mandar una carta a mis abogados para que apuren un poco la cuestión, ¿no?

Saldaño es una víctima absoluta: de sí mismo y su estupidez de ponerse en esta situación, de un Estado decidido a ejercer su poder de vida y muerte. Habla, cuenta, se contradice, inventa. No sé cuándo me dice la verdad y cuándo no. O, mejor: cuando hay algún criterio de verdad posible. Hace unos minutos dijo que quería seguir viviendo para no apenar a su madre. Ahora dice que quiere que lo maten:

–Sí, para mí sería un alivio muy grande morirme de una vez.

Hace unos años, un autor latinoamericano le hizo decir a un torturador inverosímil cómo sería un trabajo bien hecho: “Para que un tormento funcione, el mirlo (la víctima) tiene que poder pensar en lo que está pasando y en lo que se le viene. Un tormento llega a lo que debe ser si el mirlo pide muerte. Es de buenas ver a uno que la quiere: una tranquilidad. Entonces le ponen precio: lo mato si me da un besito, si me entrega su casa, si me regala las piedras y perfumes que guardaba para instalar a su hijo en el mercado. Los mejores precios son los que no valen nada: lo mato si se para sobre sus manos doce veces”.

El oficial Robert Hurst me hace una seña: el tiempo se me acaba. Saldaño bosteza, me mira entre aburrido y preocupado. Voy a preguntarle, todavía, cómo imagina el momento de su ejecución. Aquella vez, hace 15 años, la describió preciso, sin mayor emoción:

–Yo sé cómo va a ser. Te meten a la cámara de la muerte y te matan. Me voy a acostar en esa cama, me van a poner a dormir con una inyección y después me ponen otra inyección con el veneno, viste.

Ahora le pregunto si piensa mucho en eso y me dice que sí claro.

–Sí, claro que pienso en eso de la ejecución. Con lethal injection, ¿no? Yo estoy ahí en la cámara de la muerte, me tienen atado a la camilla… No sé, después no sé más. Yo pienso que la ejecución debería haber pasado ya hace mucho tiempo, viste, para estar en paz, para estar junto con mi familia. Mi mamá ya está viejita, yo querría estar al lado de ella sus últimos años…

–Pero si te ejecutan no vas a poder estar al lado de ella.

–Bueno, yo creo que si me ejecutan yo después voy a salir, voy a nacer de nuevo en la ciudad de Córdoba, ¿no? Yo creo mucho en el hinduismo, ¿viste? Yo me reencarnaría en un baby, nazco de nuevo como un chico en la ciudad de Córdoba, con una nueva madre, pero mi madre anterior va a saber dónde vivo, todo, y la voy a poder ver, ella va a estar contenta.

El oficial Hurst me dice que mi tiempo ya pasó; su tono no admite dilaciones. Saldaño me mira, alza las cejas: como quien dice ves, así es mi vida. Le pregunto, a las apuradas, si ahora se arrepiente de haber matado a King.

–Sí, estoy arrepentido.

Dice, susurro en el teléfono. Aquella vez, hace quince años, me había dicho que no, que nunca pensaba en él –y se había puesto desafiante.

–La verdad que no, no pienso en él. Para ser honesto contigo, no. ¿Para qué te voy a echar mentiras?

Me dijo entonces y yo no le dije que se me ocurrían varias razones: para hacerse perdonar, para acceder a ciertos beneficios.

–Tuve mucho dolor durante todos estos años. Yo ahora quiero disculparme, quiero pedirle perdón a la familia.

–¿Pero de verdad cambiaste de idea o estás diciendo lo que los demás quieren escuchar?

–No, de verdad estoy arrepentido, me disculpo. Aunque a esa familia el Estado le dio un millón de dólares de compensación, ahora pueden hacer lo que quieran, ¿no? Y a mí, en cambio, mirá dónde me tienen. Acá, como una mosca.

Hurst me ladra. Saldaño pone su mano contra el vidrio, yo pongo la mía como si nos tocáramos; él me sonríe y bosteza y me dice chau nos vemos. Chau, le digo, suerte, hasta la próxima.

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