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La vida por una pepita de oro

La extracción ilegal a 4.000 metros de altura se ha convertido en una apuesta por la supervivencia para cientos de personas en Bolivia Algunos mueren en las montañas, otros sufren asaltos y son asesinados El Dorado es una esperanza de progreso por la que están dispuestos a arriesgarlo todo

Un minero muestra una pepita de oro.
Un minero muestra una pepita de oro.

Como cada viernes a las 2.30 de la madrugada la bocina de un viejo bus despierta a los habitantes de Pelechuco, un pueblo quechua enclavado en las montañas del norte de Bolivia. Por las calles, casi desiertas el resto del día, desfilan hombres, mujeres y niños que cargan sus pertenencias más preciadas: lana de alpaca, pollos, menaje para la cocina, fruta. Los más afortunados guardan con celo algún gramo de oro, el responsable de que Pelechuco haya multiplicado por diez su población –5.000 habitantes– en los últimos 20 años. Durante la semana, los mineros, llegados de toda la región, trabajan en montañas a 4.000 metros de altura. Muchos por su cuenta, con nulas medidas de seguridad. Algunos mueren. Pero aun así la mayoría ha abandonado la agricultura y el comercio para buscar ese puñado de oro que les dé prosperidad en medio de esta zona aislada del país más pobre de Sudamérica. El bus en el que se montan ahora se dirige a una feria ilegal en la frontera con Perú, donde contrabandean con sus vecinos. Es una especie de diligencia en la que guardan, si no un tesoro, sí el botín que les permite sobrevivir.

La ruta de tres horas transcurre por una carretera rodeada de precipicios en la que apenas cabe el bus. Don Héctor, un hombre de más de 1,90 metros, con un diente en cada encía, es el propietario y el conductor. Bajo el típico gorro de lana del altiplano esconde la cicatriz de una bala que le pasó silbando. Dice que a medida que el oro ha aumentado su valor también lo ha hecho la inseguridad. En los últimos tres años han muerto tres personas y ha habido varios heridos. La luna del bus todavía tiene una esquina estallada por un disparo. “Unas quince personas bloquean la carretera. Van en motos. Y armados. Entran en el bus buscando oro”, describe Don Héctor en un rudimentario español. “Si avisamos a la policía es igual, porque aquí la policía no tiene armas”. Los encargados de la seguridad son los propios mineros. Si se produce un atraco bajan de los asentamientos en sus 4x4 cargados con cartuchos de dinamita para ahuyentar a los ladrones. Hace unos meses, sin embargo, que no ha habido sobresaltos. En agosto de 2012 la policía detuvo a Marco Quispe, 28 años, alias Arañas, el líder de la banda más peligrosa de la zona, compuesta por bolivianos y peruanos. Arañas fue uno de los cientos de mineros que llegaron a Pelechuco con la fiebre del oro. Trabajó en una cooperativa, pero decidió que para amasar oro era más rápido ser bandido que jugarse la salud en las montañas.

El bus llega poco antes del amanecer a Chejepampa, una remota explanada a pies de la cordillera de los Andes. Aún bajo un intenso frío se juntan un centenar de vehículos y en poco más de media hora los pasajeros montan las carpas de la feria. En el lado boliviano se vende café, comida, sartenes, alpaca, llaveros, televisiones. Pero el verdadero atractivo de la feria se encuentra en Perú, al que se cruza en par de pasos por un tablón sobre un exiguo río, la frontera natural entre los dos países. Los compradores peruanos esperan la mercancía en una hilera de pequeñas mesas, todos equipados con una pesa, una calculadora e instrumental para fundir el oro y comprobar su pureza. Jonny López se sienta en el extremo izquierdo de la fila de mesas. Aunque prefiere no hablar demasiado, ni permite que le saquen fotos porque sabe que lo que hace es ilegal, dice que hoy está comprando el gramo de oro a 340 bolivianos (unos 36 euros). Es el precio habitual desde que en 2008 estalló la crisis financiera y el oro se convirtió en una inversión segura.

El oro es responsable de que Pelechuco haya multiplicado por diez su población en 20 años

En los últimos 20 años, con fluctuaciones, el valor se ha multiplicado casi por 15. La feria fue creciendo en paralelo. Don Ernesto llegó a esta explanada hace dos décadas. Cuenta que al principio eran solo dos o tres personas que se juntaban a comerciar, en muchos casos mediante el trueque. Hoy de su camión descarga un pequeño supermercado. Está convencido de que tiene que buscarse la vida y contrabandear porque nadie le va a ayudar. “Las carreteras son muy malas, horribles. Hay asaltos. El gobierno no ayuda a esta región”, se queja este anciano de mirada suspicaz y parco en palabras. Esa sensación de pioneros que construyen a partir de la nada es generalizada en la feria. Lionel es un habitual de las minas. Trabaja en la cooperativa 25 de julio. Tres de sus compañeros han muerto en accidentes en los últimos meses. Lleva el gorro calado y en el rostro se le dibuja un rasgo sombrío.

–Hace tres meses que no consigo oro. Las montañas están heladas. Se lamenta.

–¿Y qué haces para sobrevivir?

–Cuando no soy minero soy albañil

Aun con el dinero que llega de la mina, en Pelechuco y alrededores tampoco hay demasiado que construir.

Los únicos locales donde se puede comer algo en Pelechuco, una de las dos principales comarcas de la provincia, son dos casas particulares que sirven un plato único: pollo frito frío con patatas fritas frías.Un día abren a las cinco de la tarde, otros a las seis y otros no abren. En otras dos viviendas del pueblo hay habitaciones sobrantes en las que han sembrado camas contiguas que se canjean por unos cuatro euros. Sin limpieza, sin apenas agua, con no más de un par de mantas para combatir el frío helador de las montañas y donde se comparte baño con los propietarios. Servicios al alcance de las posibilidades de los forasteros que vienen a probar suerte con el oro.

Hasta hace cinco años en Pelechuco ni siquiera había luz eléctrica, ni agua corriente, ni profesores. Incluso hubo un intento de que internet llegara al pueblo, aunque la conexión no funcionó. “Los pueblos de agricultores todavía viven en tinieblas, pero aquí, gracias a la minería, hemos salido de nuestro índice de pobreza”, asegura Delia Valencia Arenas, la alcaldesa, que cifra la población dedicada a la mina en un 50%. El resto de concejales que la rodean en el salón de plenos asienten su afirmación.

Fredy Delgado, concejal de Minería, habla sobre los 500 años de historia del municipio y de la tradición del trueque que se mantuvo hasta mediados de los ochenta, a menudo con las comunidades aimara del lado peruano. Don Beltrán, padre de la regidora y antiguo poseedor de su silla, cuenta que a principios de siglo, “antes del oro, corría más plata con la quinua”. Los ediles reconocen las bondades del oro, pero no quieren que se encasille al pueblo como un simple centro minero. “Pelechuco no es solo minería, también es un centro turístico”, trata de convencer Delgado. Afirma que una veintena de visitantes internacionales acuden anualmente a recorrer los altos de sus parajes en una ruta de trekking que tampoco se contrata aquí. Lo cierto es que durante el día el pueblo permanece silencioso. El aumento de población solo se percibe durante unos minutos cada madrugada, cuando una flota de jeeps parten rumbo a las minas.

Para recoger el metal hace falta un trayecto de tres horas en autobús por un estrecho camino de acantilados

Pelechuco es otra equis en el mapa de los muchos bolivianos que practican la economía de la supervivencia. En este país donde dos millones y medio de personas (la población actual es de 10,3 millones según en censo de 2012) viven por debajo del umbral de pobreza –menos de dos dólares diarios–, las oportunidades de desarrollo se reducen con frecuencia al esfuerzo personal. Miles se desplazan por el territorio buscando el lugar donde poder asegurarse poco más que la comida. El alza del precio del oro hace tres décadas, la posibilidad de contrabando fácil y el nulo control del estado sobre la minería ilegal en esta región convirtieron el municipio en una de esas mecas de esperanza. Un oasis de desarrollo fugaz cuyas consecuencias ya temen en la casa consistorial.

“Todos se están aprovechando de este recurso porque ahora da dinero”, lamenta Reynaldo Lazo, otro de los concejales, “¿pero qué pasará si baja el precio del oro? La población se irá. Algunos pueblos desaparecerán cuando lo haga el oro”. “Nuestro futuro es incierto”, añade Valencia, “necesitamos la intervención del Estado”. El perjuicio medioambiental que sufre la zona a causa de la minería ilegal (de 72 cooperativas, no todas con licencia minera, solo tres tienen licencia ambiental); la escasa inversión en servicios e infraestructuras del gobierno central en la región; el eterno retraso a la promesa de un Banco Minero que frene la fuga de divisas por la frontera; y la ineficiencia de la seguridad son los vértices del temor que tiene esta Junta a la actividad.

El nulo control sobre la

“Nosotros pagamos los platos rotos”, denuncia otro de los miembros del pleno. “Las cooperativas reciben licencia por parte del Estado, pero no reciben control, ni cursos medioambientales, nada. Los ríos están contaminados, se utiliza mercurio, se secan las plantas. El Gobierno, mientras, nos manda hacer escuelas, electrificación… ¿pero con qué dinero? Las cooperativas legales pagan su patente minera para el estado (del 30%), el resto, es gente que vive aquí pero ni aportan ni se sabe lo que sacan, porque todo se va al exterior y porque se desconoce cuánto producen por falta de un banco minero”.

“No está mal este sitio si consigues encontrar algo de oro”, dice Omar, un joven que llegó desde la Paz. “Allí ahora hay menos oportunidades”. También confiesa haber tenido tan pocos reparos en venir hasta aquí como los que tendrá para irse si deja de “ganar plata” con la minería ilegal.

Rayo Rojo es una de las pocas cooperativas legales de la región (tiene los papeles en regla y paga impuestos) y una de las pioneras. La fundaron hace 20 años una treintena de hombres que dejaron sus casas para vivir en la montaña. Felipe Chacón, el actual presidente, llegó en ese primer grupo, que se asentó en chozas en medio de la nada. No tenían maquinaria, abrían los socavones manualmente, y los carteles que informan de la obligatoriedad del casco y las gafas para trabajar, era algo que ni se planteaban. Hoy el asentamiento de Lavanderani es una pequeña comunidad de 600 personas (250 mineros más sus familias), en la que hay comedores, colegio, pista de fútbol, y en la que está prohibido el alcohol durante la semana. Chacón, un hombre de 45 años, piel curtida y hombros anchos, es uno de los pocos socios fundadores que quedan. “Los mineros viven poco. Por los accidentes, la silicosis”, explica mientras camina del asentamiento hasta las faldas de la montaña.

Cada minero trabaja ochos horas al día durante una semana para la cooperativa. El resto del tiempo busca oro por libre. “Si es un buen mes, cada uno puede sacar hasta 20 gramos. Otros meses no se saca nada”, dice Joel Salazar, un chaval de 29 años que tuvo que dejar los estudios para mantener a su familia. La incertidumbre y el riesgo son los elementos comunes de la mina en Bolivia y en el resto de Sudamérica. En Colombia, en las minas de esmeraldas, los mineros trabajan en medio de paramilitares y narcotraficantes. En Chile, los habitantes de un pueblo del sur hicieron las maletas al norte cuando la mina se agotó. En Perú, una empresa china ha construido un pueblo entero para reubicar a los habitantes que viven encima de un yacimiento de cobre. Para muchos habitantes, sin embargo, la mina es el trabajo más duro que existe pero también una promesa de otra vida.

La cara de niño de Donato Barreros, 22 años, se ilumina cuando habla de oro. Ha llegado a Pelechuco para excavar la roca, pero mientras ahorra para comprarse su equipo trabaja como ayudante de Don Héctor. A las 12 de la mañana le toca recoger el equipaje de los pasajeros y la mercancía que no se ha vendido. Quedan otras tres horas de vuelta hasta Pelechuco. Pocos minutos después de que el bus llegue, el pueblo queda otra vez en silencio. Todos los comercios están cerrados. Donato y Don Héctor se van a dormir. Por la noche les queda un viaje de 11 horas hasta La Paz.

Algunos lugareños temen que sus pueblos desaparezcan cuando

Cuando anochece el conductor pasea por la plaza.

–¿Por qué usted no se dedica a la mina?

–Porque todos los mineros acaban cayendo.

–¿Pero ahí no está el dinero?

–La mina se acaba, pero siempre hay gente que necesita que la lleven.

En el otro extremo de Bolivia, cerca de la frontera con Chile, existe el esqueleto de un pueblo llamado Pulacayo. Es un cadáver urbano tirado al margen de la carretera desértica que llega a la ciudad de Uyuni. Desde una pequeña colina que se alza a doscientos metros del enclave, se visualizan centenares de casas derruidas, un campo de fútbol vacío y unos raíles oxidados que parten del centro de su plaza y se acaban unas decenas de pasos después. También hay un cementerio de viejas locomotoras cuyo abandono parece haberse resuelto colocando el cartel de Museo delante de ellas. Es un pueblo fantasma.

Unos militares hacen guardia en la entrada de esta ciudad silenciosa. Protegen a los 26 trabajadores temporales de la Plataforma Industrial que utiliza hoy parte del terreno. Aparte de ese diurno movimiento, el último halo de vida de este asentamiento tan solo lo nutren una decena de familias sin recursos que ocupan las pocas casas que conservan tejado, y un reducto de viejos residentes que no encontraron una salida, o simplemente han decidido morir aquí. Una de esas es Melitona Ramírez, una anciana desaliñada de 72 años que vaga aturdida por las calles vacías. Responde a las preguntas con dificultad. Ahora vive aquí sola, rodeada de la nada. Cuando nació no era así. La tierra no paraba de emanar plata y ella era oriunda de la segunda ciudad más importante del país. “Aquí habitaban 20.000 personas”, dice sentada sobre las escaleras roídas de un edificio sin pared. Esa verdad suena a demencia de una septuagenaria desubicada.

Este satélite muerto de Uyuni es en realidad el progenitor de esa ciudad capital. Fue este enclave minero, en el que trabajó el padre de Melitona “hasta su muerte” y sus tres hermanos hasta su huida, el que vivió durante gran parte del siglo XX una inundación poblacional idéntica a la que vive hoy Pelechuco. Fue una fiebre de plata. Gracias a este yacimiento, el ferrocarril se estrenó en Bolivia, el país pudo librar la guerra del Chaco y miles de familias nacionales y extranjeras vivieron tiempos de bendiciones a orillas del desierto sureño boliviano.

“Había restaurantes, ranchos para comer”, dice Reinaldo, un joven de 26 años que vivió aquí hasta los 15 y que hoy visita su vieja casa. “Se jugaba mucho al fútbol, había muchos equipos. Iba la gente a mirar y todo estaba lleno. Pero ese campo ya no lo usa nadie hace mucho tiempo”. Él vive en Uyuni y aquí tiene un viejo amigo que vino hoy a ver. Sorteando recovecos, alambres tirados entre malas hierbas, cristales rotos, hierro oxidado y polvo, Reinaldo va mostrando los vestigios de sus recuerdos de infancia. Se detiene frente a la caseta que fue su escuela. “En mi época éramos 20 o 30. Hoy vienen cinco niños, creo, de dos familias”.

–¿Por qué se fue tu familia de Pulacayo?

–¡Había que huir! Ya no había nada que hacer aquí.

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