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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Guerra de mitos

Frente a quienes celebran una Transición perfecta han surgido los que la consideran putrefacta. La ira contra un presente en crisis engendra el resentimiento contra el pasado, pero echarle las culpas es una actitud pueril

Jordi Gracia
RAQUEL MARIN

Por disparatado que parezca, la insensatez no es hoy hegemónica, por mucho que algunos altos cargos públicos se obstinen en lo contrario. Es cierto que la vergüenza ajena cobra consistencia física al escuchar a Cospedal mientras trapichea con desparpajo con la masacre nazi o mientras Artur Mas recupera la munición más averiada para cargar a las cuentas del maligno (el Estado) las culpas de dos hijos de Pujol.

Visto así, no hay duda del abuso y hasta del combustible que añaden ambos y tantos otros a la nueva cólera santa y justa, es decir, a la condena a los infiernos del sistema entero, los partidos de unos y otros y la Transición al completo. A veces se nos olvida, sin embargo, que la libertad de escribir sin complejos en torno a la guerra y el franquismo ha sido muy reciente. No fue cosa de improvisar de un día para otro una mirada más justa y ecuánime sobre aquel pasado antiguo: la desactivación de los prejuicios y la libertad de juicio misma tendrán quizá 15, quizá 20 años, aparte los valientes pioneros. El mito confortable de buenos y malos está enterrado precisamente porque todos sabemos ya quiénes eran unos y otros, y soólo desde esa conciencia —los buenos eran los republicanos, los malos los franquistas— podemos empezar a pensar en las maldades y bondades relativas. O incluso en las maldades de los buenos y las bondades de los malos, que es la única manera de pensar.

Pero otra guerra de mitos tiene toda la pinta de estar empezando, y esta es también innoble porque es falsa. Ha ido cebándose poco a poco el afán de derribar el mito de la Transición perfecta con el mito contrario de una Transición putrefacta. Y me temo que demasiados van a usar algunas de las ideas de Muñoz Molina en Todo lo que era sólido como martillo mecánico contra la Transición, pero no será contra la Transición real sino contra otra instrumental: abreviada, tuiteada. Hay varias razones históricas obvias para que eso suceda hoy, y dos elementales: al crecimiento biológico de quienes fuimos niños de la Transición se ha sumado la angustia sangrante de la crisis, y la mezcla puede ser explosiva. La ira contra el presente engendra el resentimiento contra el pasado y el efecto último es casi escenográfico: de golpe parece haberse caído el telón y ha quedado a la vista, desparramada sobre el escenario, la mugre largamente ocultada.

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Pero lo grave no es exactamente el carrusel de deficiencias de la Transición democrática. Ni lo son tampoco ejemplos tan gráficos como la retahíla de limusinas de cristales tintados encaminándose por las calles de Nueva York a inaugurar un acto ante los mismos que ocupan las limusinas (y media docena de asistentes indígenas), ni tampoco es lo más grave la instalación de una feria, un festival, una exposición que no atraerá a nadie ni rendirá servicios tangibles, pero sin duda movilizará ingentes recursos públicos.

No resulta creíble que todos se beneficiaran una rentabilísima claudicación del deber del intelectual

Lo grave es creerse que ahí se resume la Transición e incurrir de nuevo en la culpabilización pueril de ese pasado, como si de veras en ese tiempo todos estuviesen callados, todos untados por el dinero público, todos entregados a la vaca lechera de no sé qué rentabilísima claudicación del deber del intelectual. Lo grave es consolarse del presente jibarizando una Transición democrática complicadísima y disimular la responsabilidad común ante su deriva de los últimos años, esos precisamente que tienen como adultos y ya plenamente responsables a quienes fuimos niños de la Transición (lo explicaba muy bien Javier Cercas en el artículo del domingo último).

La voz del mismo Muñoz Molina fue durante muchos años inquisidora y suspicaz, incluso acre, contra la vulgaridad rampante de las iniciativas localistas, la miopía cultural de la fe identitaria (catalana o extremeña, vasca o andaluza), el atolondramiento de gabinetes de prensa y gestores culturales con presupuestos de fantasía, esa ofensiva sensación de vivir entre nuevos ricos y sus opulencias plastificadas. Por eso no anima a Muñoz Molina el afán de venganza ni el resentimiento sino la perplejidad del moralista contrariado por la inoperancia o incluso la invisibilidad de las voces que advirtieron en directo sobre esas taras democráticas y sobre la proliferación política del delirio megalómano.

Algunos incluso reprobaron (reprobamos) hace años ese enquistamiento moralizante de algunos artículos de Muñoz Molina, y alguna viejísima polémica ha quedado en la memoria cultural como ejemplo paradigmático de incomodidad con los tiempos modernos. A Muñoz Molina le parecía obscena y superficial la exhibición de violencia impune y absurdo cómico que destilan las películas de Quentin Tarantino, y a otros nos parecía que aplicaba una lente de lectura equivocada sobre ese cine. Sin embargo, era el síntoma estético de un hastío ético ante las expresiones gráficas de la nueva cultura que íbamos haciendo entre todos, unos adulando a Tarantino y otros deplorando la anacronía de sus detractores. Hoy cobra ese sentido descriptivo la pelea de Muñoz Molina contra iconos muy populares de la posmodernidad, y quizá deja ver mejor que se trataba de la expresión de un disgusto latente ante parte de la cultura actual.

Hubo quienes advirtieron en directo sobre la proliferación política del delirio megalómano

Sin embargo, ese talante crítico del moralista a la francesa fue una de las aportaciones más valiosas de la literatura y el ensayo en la prensa de la democracia. De Muñoz Molina y de muchos otros, por supuesto, aunque hoy la memoria finja que nadie denunciaba nada, que nadie deploraba los abusos, que nadie reprendía al poder en sus comportamientos bochornosos. Esas taras estuvieron en los papeles, fueron leídas y difundidas desde los principales medios, y las firmaban personas de crédito, capacidad argumental y audiencia: se llamaban Rafael Sánchez Ferlosio o Fernando Savater, Carmen Martín Gaite, se llamaban Manuel Vázquez Montalbán, Javier Marías, Félix de Azúa, Victoria Camps, Juan José Millás o Francisco Fernández Buey, y se fueron llamando Miguel Sánchez-Ostiz, Rafael Chirbes, José María Ridao o el mismo Cercas, entre muchos otros, y en los múltiples formatos que todos ellos han ensayado como escritores (del ensayo reflexivo o de batalla a la página de diario crispada y contundente).

Ha habido novelistas que han destinado gran parte de sus energías novelescas a recrear la proliferación de horteras con gomina y carteras abultadas, de trajes carísimos y comilonas ofensivas. Esos diarios que pocos leen y muchos consultan de Andrés Trapiello contienen una crónica secreta de esa conducta del poder, del literario, del político, del mediático, además de ser muchas cosas más. Esa panoplia de observaciones jugosas y de reprobaciones concretas hace tiempo que es una fuente formidable de información sobre el interior imperfecto, a veces directamente oprobioso, de muchos sectores de la sociedad y la cultura españolas. Y nada de eso fue secreto, como no fueron secretas las ingentes cantidades de artículos y de ensayos sobre la imperfección democrática de nuestra democracia y sobre la evolución de la imagen que la sociedad española generaba sobre sí misma.

No ha llegado, por fin, el momento de la revelación de secretos cobardemente callados por todos porque gran parte de ellos ya estaban aquí. Lo grave hoy sería mantener la inconsecuencia con aquellos avisos y con los nuevos datos y las nuevas pistas sobre el interior turbio o directamente errado del sistema. La ética democrática se fabrica en una basculación cíclica de verdades y mentiras, pero no de hegemonías presuntamente asfixiantes y únicas. Hoy en la balanza ética pesará legítimamente la denuncia de la mentira y el abuso del pasado, pero su productividad reformadora está directamente atada al hilo rojo de una vocación analítica que hoy parece pura invención pero existió y fue cierta, aunque no muy eficaz (pero eso tampoco es exactamente una novedad). Cambiar hoy de maniqueísmo equivale a resucitar la peor herencia intelectual que dejó el franquismo: la propensión morbosa a dar la batalla arrojándose mitos a la cabeza. Y el juego más pueril de todos sería hoy arrojar el mito de una Transición fraudulenta contra una Transición inmaculada.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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