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Tribuna
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Las vías de la autodeterminación

La supuesta naturalidad de la secesión es recurrente del discurso independentista

Antonio Elorza

Una de las exigencias del lenguaje democrático que está siendo constantemente incumplida es la de utilizar enunciados unívocos, evitando los eufemismos y cortinas de humo dirigidas a esconder la verdadera significación. La inversión de significados era adecuada para el fascismo, ya que ofrecía lo contrario de aquello que estaba dispuesto a practicar. El “Arbeit macht frei” sería el mejor ejemplo. El habitual recurso de los políticos del día al eufemismo es a su vez un signo de que impera la política como manipulación: a la cadena perpetua se le llama nosequérevisable; al blindaje de las comunicaciones internas del Estado, ley de transparencia, y en el terreno que nos ocupa, al independentismo, soberanismo; a la confederación, federalismo asimétrico; al Estado catalán, Estado propio; a la puesta en marcha de la independencia, “transición democrática”; a la autodeterminación, “derecho a decidir”. En su discurso, Mas no usó una sola vez la palabra “independencia”. El asunto es de extrema gravedad, ya que si algo requiere un proceso de secesión que respete las reglas democráticas es precisamente claridad, que todos sepan qué se propone el secesionista, sobre qué fundamentos asienta su propósito y en qué modos piensa resolver los contenciosos que pudieran surgir en el curso de la separación.

El menosprecio de España forma parte de la tradición catalanista

La supuesta naturalidad de la secesión es el tema recurrente del discurso independentista. Si “un pueblo” quiere ser independiente, ahora Cataluña, todo demócrata debe apoyarlo. ¿Qué hay de malo en ello?, como decía Ibarretxe. Para empezar, ha de subrayarse la excepcionalidad de tal hecho. Ni la ONU ni la declaración de Derechos Humanos amparan el derecho de autodeterminación, salvo para situaciones coloniales. En el mundo democrático, solo existe el antecedente de Quebec, la excepción que confirma la regla, y no lo es precisamente de ejercicio de la democracia, ya que consiste en que los independentistas, que andan ahora por el 30% lo, planteen una y otra vez. “Si no sale, lo volveremos a intentar”, explicaba una independentista en TV-3. Con semejante procedimiento, el Girona puede arrebatarle al título al Barça. Hay autodeterminaciones recientes, caso de Kosovo, pero ni Serbia ni Yugoslavia eran marcos democráticos. La secesión era emancipación. Estos requisitos faltan en los casos catalán y vasco. Forman parte de una estructura estatal democrática, que además prevé la reforma constitucional, lógicamente difícil, como requiere el problema, pero que si se sustenta en una mayoría estable y cualificada tendrá el respaldo suficiente fuera de Cataluña para que el objetivo resulte alcanzado. En suma, de natural lo que está ocurriendo no tiene nada: una ciudadanía que durante décadas, en elecciones estrictamente democráticas, vota en sentido autonomista, experimenta por causas conocidas una radicalización. El 20% se ha convertido en 50%. Por cierto, que quienes siguen rechazándola desde la sociedad no cuentan, ni tienen voz pública. Los no independentistas ignoran la nación: políticamente no son. La Cataluña de Mas es un bloque político, envuelto ahora en una estelada, que solo con el “Estado propio” alcanzará su destino. Los procedimientos democráticos, válidos solo si atienden a la finalidad perseguida; la Constitución, un obstáculo a ignorar. Secesión, sedición. Mas sabe que con un 51% en sondeos, pierde. No trata de atender la demanda de la sociedad catalana, sino del “pueblo catalán”, de aquellos que comparten su objetivo. Se trata, pues, de ir manipulando la opinión a favor del efecto-mayoría. A partir de un blanco y negro elemental en la exposición de motivos, se sabía que iba a la independencia, aunque propusiese autodeterminación, más aceptable. Cada paso prepara el siguiente, de acuerdo con su idea de que la voz de la calle, el 11-S, determine la voz de las urnas. Desde el principio, cuando Mas pensó en imitar la senda de Quebec en los noventa, la democracia queda sepultada bajo una demagogia premeditada, porque democracia es procedimiento, no subordinación a un fin.

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En tales circunstancias, lo menos que cabe exigir es comprobar la permanencia de ese nuevo “sentimiento” político, mediante elecciones no plebiscitarias, esto es, confirmadas en condiciones normales, sin consultas tipo Gibraltar que son referéndums encubiertos, y respetando al Estado constitucional vigente. A Rubalcaba le faltó esto; ciertamente, la Constitución es revisable, pero antes —lo que ignora ya un PSC roto— resulta exigible su cumplimiento. La manifestación de la Diada impone su ley, arrastrando literalmente a los catalanes a aceptar el decisionismo de Mas. Un proceso cuyos antecedentes en la historia europea no son precisamente democráticos.

La secesión no es algo normal y necesariamente tiene efectos traumáticos, incluso para Europa, cuya fragmentación —Cataluña, Euskadi, Padania, Escocia, Flandes— supone una catástrofe. Además, España no es Yugoslavia. Tres siglos de vinculación y multitud de intereses comunes debieran contar. A pesar de los efectos de una siembra de odio, entre la extrema derecha centralista y el catalanismo, que ya pudo ser apreciada en la historia interminable del Estatut. El menosprecio de España forma parte de la tradición catalanista, desde sus primeras manifestaciones, como Lo catalanisme de Valentí Almirall. Y la “transición nacional” no disminuirá la xenofobia, ni el carácter ultraconservador de CiU.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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