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DIOSES Y MONSTRUOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Volverán los jinetes en la tormenta

El género del Lejano Oeste parece destinado a la arqueología, pero su mito perdura

Carlos Boyero
Ilustración de Simon Roussin perteneciente al libro 'El bandido del colt de oro' (Libros del Zorro Rojo).
Ilustración de Simon Roussin perteneciente al libro 'El bandido del colt de oro' (Libros del Zorro Rojo).

Cuando los cazadores de brujas estaban acusando a Mankiewicz —autor de un cine cuyas señas de identidad son la inteligencia y complejidad— de haber encontrado en él huellas de izquierdismo, un señor asumió su defensa ante la histeria macartista. Su opinión fue tan sobria como efectiva. Hasta el acosador más lerdo y mezquino del rojerío sabía que ese hombre, presuntamente conservador y sin dudas sobre su patriotismo, también poseía en su obra tanta autoridad moral como estética. Y se presentó así: “Me llamo John Ford y hago westerns”.Los que amamos su cine podríamos haber añadido que ante todo era un identificable y enorme poeta, pero él hubiera respondido con un ataque de furia sarcástica o desprecio ante esa solemne definición. Aunque es cierta, ese profesional tan duro también debía de poseer un concepto innegociable del pudor.

Y si la sagrada obligación de los musulmanes es acudir, al menos una vez en su vida, a La Meca —e imagino la ilusión de los cristianos por visitar el Vaticano y Tierra Santa, y la de los judíos por rezar ante el Muro de las Lamentaciones—, yo, que no profeso ninguna religión, sentía una emoción comparable a la de los creyentes cuando pisé hace unos años un territorio mítico que me transmitió desde niño tantas cosas exaltantes a través del cine. Se llama Monument Valley, está en Utah. Ford hizo suya esa geografía grandiosa para contar muchas historias épicas, trágicas, líricas, aromáticas, inolvidables. Aunque ese paisaje haya colonizado a través de la pantalla mi retina, y mi subconsciente, desde la infancia, verlo, olerlo y sentirlo en directo era mucho más impresionante que la plasmación que habían hecho las cámaras más expresivas, minuciosas y pictóricas del cine. La tierra era fascinantemente roja, el lugar está fuera del tiempo, las montañas parecen haber sido diseñadas hace mil años por alguien que hacía magia con la naturaleza. Para completar la sensación de que estaba dentro de un western de Ford, el cielo y la tierra decidieron hacer real e hipnótico lo que en la imaginación podría asociar con la decoración de un sueño. Vi Monument Valley con sol, con granizo y agua cayendo torrencialmente del cielo, con un viento desaforado, con una tormenta de arena en la que distinguías, como figuras fantasmagóricas, a indios en sus caballos. Sus antepasados fueron salvados del hambre cada vez que Ford (también otros directores, incluso el pobre Forrest Gump, ese retrasado mental que nunca perdió la pureza y encontró su consuelo por estar tan solito corriendo sin tregua por Estados Unidos, también pasó por allí), el único y legítimo rey de ese territorio salvaje y deslumbrante, decidía que su mundo encontraba su lenguaje más poderoso en Monument Valley. Fuera de los estudios, al aire libre, narrando gestas a las que frecuentemente acompaña la intemperie íntima, como la del admirable, torturado, temible y profundamente solo Ethan Edwards, ese ser errante y obsesivo, heroico y perdedor, luminoso y oscuro protagonista de Centauros del desierto (1956).

El precioso libro ilustrado ‘El bandido del colt de oro’, de Simon Roussin, recoge la eterna imaginería del ‘western’

Recuerdo aquella gozosa y mística visita a Monument Valley cuando un amigo me pasa el precioso libro ilustrado, escrito y dibujado por Simon Roussin El bandido del colt de oro (Libros del Zorro Rojo). Los colores son intensos y chillones, posee un tono voluntariamente naíf, pero muy bonito, y en él aparece la eterna imaginería del western. Espacios abiertos, amaneceres y crepúsculos, conversaciones nocturnas al lado de la hoguera, entierros y tiroteos, cabalgadas y bandidos, tramperos y cazadores, traiciones y melancolía, alimañas y naturaleza hostil. Y te sorprende que cuando el western parece un género muerto, cuando los niños actuales desconocen aquel ansiado placer que consistía en ir al cine para una película del Oeste, en las que resultaba transparente la identidad de los buenos y de los malos (había que hacerse mayor para comprender que en los grandes westerns no resultaba tan claro lo del bien y el mal, o que el personaje más atractivo e inquietante podía ser el villano, o que en los héroes convivían frecuentemente la luz y la tiniebla, el pasado oscuro y la necesidad de redención), cuando parece estar destinado a la arqueología, alguien nos recuerde que fue uno de los más ilustres habitantes del cine, del mejor espectáculo del mundo, para los que encontramos incansablemente la plenitud en las salas oscuras.

Curiosamente, nunca me paré a pensar que gran parte de las historias que contaban los westerns eran adaptaciones de libros. Tampoco me he fijado excesivamente en el nombre de los guionistas que habían escrito westerns que amo. Y es injusto, pero siempre he otorgado la autoría absoluta de esas películas a sus directores. Ese universo le pertenece a John Ford, Howard Hawks, Anthony Mann, Raoul Walsh, Sam Peckinpah, Richard Brooks, William Wellman, Robert Aldrich, Budd Boetticher, Nicholas Ray, Clint Eastwood y algún otro que imperdonablemente olvido. (Y que no es precisamente Sergio Leone). En mi infancia y adolescencia recuerdo tibiamente haber leído algunas novelas de Zane Grey y Karl May. Tampoco frecuenté excesivamente las novelas del Oeste concebidas por autores españoles, con envidiable imaginación, como las de José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane (seudónimo de Francisco González Ledesma, un escritor del que me gusta mucho lo que ha firmado con su verdadero nombre). Del admirable Cormac McCarthy sí me apasionan su Trilogía de la frontera (Debate) y Meridiano de sangre (Literatura Mondadori), pero me cuesta demasiado esfuerzo asociarlo con el western puro.

Todavía estoy a tiempo de descubrir la obra literaria de los que retrataron ese mundo que parece extinguido en el cine. Bertrand Tavernier, ese director francés que es un profundo conocedor y exégeta del gran cine norteamericano —yo sigo recurriendo con respeto y gratitud, aunque disintiendo a veces, al Diccionario de cine norteamericano (Akal) que escribió junto a Jean-Pierre Coursodon—, es el alma de una nueva colección titulada El Oeste, el auténtico, en la que selecciona y presenta a los que considera los mejores escritores del western. Y en España, la editorial Valdemar, en su colección Frontera (recuerdo la lúcida y conmovedora definición que hizo mi difunto amigo Manolo Marinero de la gente fronteriza en su libro sobre Bogart, que en realidad era un libro sobre sí mismo, la vida en su anverso y reverso, el cine, los personajes y las actitudes que admiraba), está publicando relatos y novelas que consideran clásicos del western y que fueron la base de películas que nos hicieron felices.

Gente con tanta personalidad y talento como los hermanos Coen y Tarantino (es evidente, aunque no sea el tipo de talento que más amo) han sido los últimos directores ilustres que han rendido tributo al agonizante género en las excelentes Valor de ley y Django desencadenado. Son tan triunfadores que Hollywood permite el lujo de que vuelvan a hablar de lo que ya no es rentable. Creo que esta noche voy a escuchar aquella conversación febrilmente romántica entre Vienna y Johnny Guitar. A emocionarme ante el féretro de Tom Doniphon. A recordar las risas del grupo salvaje antes de decidir que morir matando es el único acto que les devolverá la dignidad. A oír la respuesta de Marvin y sus profesionales al patrón que les contrató y engañó cuando éste les define como bastardos: “Sí, señor. Pero lo nuestro es de nacimiento. Sin embargo, usted se ha hecho a sí mismo”. Seguro que dormiré mejor. Cada uno se consuela como puede.

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