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ROCK Ben Harper
Columna
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Carne, sudor y llamas crepitantes

El californiano Ben Harper agudiza la ola de calor con su abrasiva mezcla de estilos norteamericanos

Festival Jardins Pedralbes 2022
Concierto de Ben Harper en la sala La Riviera de MadridClaudio Álvarez

A Ben Harper no entraban anoche ganas de verlo, sino de bebérselo, de empaparse con él y dejarle al astro rey que asome por Antequera o por donde tenga a bien suministrarnos esta misma mañana su ración diaria de llamarada e infierno. Había tantas ganas de pillarle por banda al californiano que ni siquiera tuvimos (demasiado) en cuenta la absurda ración de chill out de garrafón que el técnico de sonido nos suministró a modo de preámbulo. Esta vez no tocaba refunfuñar, ni siquiera a cuenta de las palmeritas de La Riviera, el adorno más cutrelux en una sala de fiestas en toda la OTAN. Sonó a las 21.33 el maravilloso rugido que sirve como riff para Glory and Consequence y ya se nos había curado todo. Incluso lo que, maldita sea, tiene mala cura.

Benjamin Chase Harper es uno de esos jóvenes eternos (la documentación oficial le atribuye 45 años; el cálculo fisonómico, sombrerito incluido, se antoja inasumible) a los que sigue apeteciendo escuchar con cada nuevo disco, y eso que ya supera la docena. El reencuentro de ayer era todavía más apasionante por la recuperación como banda de acompañamiento de los demoledores The Innocent Criminals, de los que llevaba ocho años desgajado. La confluencia de factores resultó más enardecedora que toda la colección de vientos saharianos, castigos bíblicos y hasta media docena de escuelas de calor apadrinadas personalmente por Santiago Auserón. Porque Harper ponía carne, sudor y blues en el asador, una mezcla contra la que no existe suficiente dosis de Omeprazol como antídoto. Solo quedaba la opción de claudicar, entregarse a las llamas crepitantes, emprender el lúbrico y gozoso descenso a los infiernos.

De entre las múltiples limitaciones del ser humano, la ausencia de ubicuidad constituye una de las más frustrantes. Acudir a la cita con Harper implicaba darle esquinazo a Jackson Browne en el MadGarden, un plantón tan doloroso como en el caso de cambiar el orden de factores. A falta de lirismo californiano nos procuramos una buena ración de bochorno californiano, porque con Ben acaba chorreándose la gota gorda incluso a la hora de las baladas (Diamonds on the inside). Y no se trata de una cuestión de tosquedad, por supuesto, sino de talante abrasivo. El autor de Burn to Shine sabe pellizcarnos con independencia de las circunstancias o la postura, incluso cuando se sienta y apoya sobre las rodillas una guitarra de pálpito sureño. Hay veracidad en su discurso, igual que existe el deseo de convocar el espíritu de los mayores y honrar una larga tradición: el Delta, la Costa Oeste, los valientes que asumían la condición de trovadores. Medio país retratado a partir de media docena de cuerdas y diez dedos ágiles.

En tales circunstancias, la sucesión de títulos devino en festejo superlativo y generoso, dado que las entradas se habían finiquitado desde días atrás. Harper nunca le ha suministrado golosinas a las radiofórmulas, pero In the colour o Burn one Down, con su deje jamaicano, le aportan al paladar un regusto aún más deleitoso que esos corazoncitos con sabor a melocotón. El fulgurante cuarentón jovencito puede regresar cuando guste, a ser posible pronto. Igual que Browne, sin cuyo Late for the sky los setenta serían una historia a medio escribir. Pero no se nos solapen, por favor. De disyuntivas entre papá y mamá están abarrotadas las consultas de los psicoterapeutas.

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