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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La consulta y la fiscalía

¿Al Gobierno le interesa una institución técnica, solvente e imparcial, o un simple apéndice telefónico?

José María Mena

Los medios de comunicación se han ocupado profusamente de las razones del reciente cese de Eduardo Torres-Dulce como fiscal general del Estado. Casi todos señalan como motivo inicial, pero cronificado, el disgusto o rencor del Gobierno por la prisión de Bárcenas. Todos coinciden en señalar como motivo último e inmediato lo del 9-N. El Gobierno exigió al fiscal general querellarse contra Mas por la consulta del 9 de noviembre, pero se lo exigió con formas destempladas, urgentes e invasivas, inaceptables para un jurista gentleman, que se querelló, pero dimitió.

El Tribunal Superior de Cataluña admitió a trámite la querella contra el president y dos consejeros por su pretendida desobediencia al Tribunal Constitucional. Jurídicamente la decisión es muy discutible, aunque nadie debe ni puede dudar de la honestidad y probada independencia del tribunal. Sin embargo, al margen de lo jurídico, con el proceso que comienza por lo del 9-N sólo ganarán Mas y todos los que desean o necesitan la eternización del conflicto. El president era un cadáver social y político. El proceso del 9-N le resucita, exaltándole como perseguido político sin riesgo, dada la evidente inutilidad del inmediato proceso y de la improbable condena. Si dentro de dos o tres años una sentencia firme y definitiva le llegara a condenar a la inhabilitación, para entonces ya no sería president, porque muy probablemente habría cesado antes a raíz de unas elecciones. Mientras tanto seguirá siendo president. Durante la tramitación del proceso nadie puede cesarle porque en España hoy no existe la inhabilitación cautelar.

Con todo ello, sólo hay un seguro perdedor: el prestigio de la justicia y la fiscalía. El fiscal de Cataluña tendrá que mantener en el proceso una posición contraria a la que expresó, con extensa motivación, cuando formuló su objeción de conciencia jurídica ante la orden de querellarse. Esta orden deberá ser mantenida por una nueva fiscal general que, aunque la suscribió, no dictó el polémico mandato. Ella accede al puesto sabiendo por qué cesó su predecesor, y sabiendo para qué la nombran. Por todo eso su reconocida valía técnica y su indiscutida imparcialidad resultan comprometidas desde antes de empezar.

Las dudas sobre su teórica imparcialidad son absolutamente razonables, al menos cuando interviene en asuntos de interés del Ejecutivo

La fiscalía es una institución jerárquica cuyo jefe máximo, el fiscal general, es propuesto por el Gobierno, y cesa cuando cese el Gobierno que le nombró. Con tal origen, las dudas sobre su teórica imparcialidad son absolutamente razonables, al menos cuando interviene en asuntos de interés del Ejecutivo. Para recuperar la credibilidad de la fiscalía, en 2007 se reformó la ley y desde entonces el fiscal general no puede ser cesado por el Gobierno ni puede ser renovado. Así se evitan posibles servilismos del fiscal general en vísperas de la fecha de su renovación. Esta sabia regla tiene una excepción, si lleva menos de dos años en el cargo cuando cese el Gobierno. En tal supuesto sí puede ser renovado. Este es el caso de la nueva fiscal general, que podría ser renovada por un nuevo Gobierno. Pero si este es de distinta tendencia política, es muy probable que no quiera renovarla.

La reforma legal pretendía asegurar a la fiscalía un blindaje protector de su imparcialidad, y con ello de su credibilidad. Pero este blindaje no se consigue solamente con unas reformas legales teóricas. El nombramiento de la nueva fiscal general es buena muestra de ello. Por lo pronto, el Gobierno no ha cesado a Torres-Dulce porque tras la reforma, legalmente, ya no puede cesarle. Pero todavía puede deshacerse de él si no le es inmediatamente útil. Por eso le han dimitido por “razones personales”. El protagonismo exclusivo y excluyente del Gobierno en la eliminación del fiscal es total y evidente, pese a la reforma legal simplemente teórica. Por la misma razón es evidente la altísima improbabilidad de que la nueva fiscal general pueda ejercer su valía técnica y su, hasta ahora, conocida independencia.

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La institución de la fiscalía está diseñada para defender la legalidad con imparcialidad, y por lo tanto sin dependencia del Gobierno. No es aceptable, constitucional y legalmente, que el fiscal sea una mera herramienta política del Poder Ejecutivo para incidir en el Poder Judicial, sorteando en la práctica, tramposamente, los blindajes protectores de las reformas legales de 2007. Que el Gobierno disponga, de hecho aunque no legalmente, del fiscal general, con exigencias intempestivas de actuación ante los tribunales, compromete el sistema de división de poderes. Es una verdadera subversión de los valores constitucionales que el profesor Pérez Royo califica de corrupción institucional. Ante tan preocupante situación la opinión pública debe plantearse la duda de si, con el cese y el nuevo nombramiento de la fiscalía, al Gobierno le interesa una institución técnica, solvente e imparcial, o un simple apéndice telefónico para intentar incidir arbitrariamente sobre la actividad de los tribunales.

José María Mena fue fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña

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