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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Juegos de trono

La efervescencia republicana del día de la abdicación fue decayendo hasta diluirse; el modelo de Estado no es visto como una prioridad

Algo más de una semana después del inicio del reinado de Felipe VI, poco queda por decir, que no haya sido comentado ya, sobre el contenido de su discurso de proclamación. Por más que algunos lo han intentado, ni los más entusiastas monárquicos pueden hacernos creer que en él se encuentre el germen de un proyecto que represente un cambio cualitativo en la vida política del país.

Hubo, sí, algunas cosas interesantes, como que la ceremonia estuviese acorde con el carácter aconfesional del Estado, o que, espigando aquí y allá, se encontrasen en el discurso enunciados que, esforzadamente leídos entre líneas, dejasen entrever algunas críticas al pasado reciente de la institución, algunos propósitos de enmienda, una mirada inclusiva del conjunto de quienes forman la sociedad española, y alguna cosa más por el estilo. Pero me reconocerán que todo ello es más el resultado de un ejercicio de vieja kremlinología que no una evidencia que ese pueblo llano al que el nuevo rey parecía querer dirigirse pudiese captar a la primera.

Pero de lo que quería escribir hoy es de la reacción de la ciudadanía ante el proceso de proclamación exprés al que hemos asistido, y más concretamente de la aparición de un sentir republicano que ya podía percibirse en las muchas manifestaciones que al calor de la crisis económica venían produciéndose en los últimos años. La proliferación de banderas republicanas en muy diferentes lugares y circunstancias anunciaba que algo así estaba por llegar. Faltaba el momento y la excusa, y ambas fueron suministradas por esa abdicación sorpresa, cuyas razones reales (en los dos sentidos de la palabra) nadie se ha tomado la molestia de explicar.

La abdicación fue seguida de una explosión, limitada pero significativa, de espontánea reivindicación republicana en las plazas de muchas ciudades españolas. La visibilidad de ese movimiento generó un cierto nerviosismo entre los miembros del establishment, y seguramente les convenció de que la operación que habían puesto en marcha había sido acertada. O ahora o nunca, porque las cosas para la monarquía no podían sino empeorar en los meses y años próximos.

Contra pronóstico, la efervescencia republicana del día de la abdicación fue decayendo en las semanas siguientes hasta diluirse en la pobre asistencia a las concentraciones y manifestaciones convocadas para los días inmediatamente posteriores a la proclamación. ¿Hemos asistido a un suflé republicano? No lo creo. Lo que muestra la débil respuesta tricolor de estos últimos días es, por un lado, los efectos de una larga etapa de desmovilización política de sus bases sociales por parte de la izquierda institucional, y por otro los devastadores resultados que sobre esas mismas bases está teniendo la descarnada lucha de clases en la que estamos inmersos desde 2008, y que hace que el debate sobre el modelo de Estado no sea visto como una prioridad ante la magnitud de la tragedia social que se ha producido.

Una buena parte de las clases populares no ha visto en las circunstancias actuales una ocasión para cambiar las cosas; y muy probablemente acertaba en su percepción, pero las encuestas de urgencia realizadas estos días por algunos medios también muestran que para una gran mayoría de la población el simple cambio de caras al frente de la Jefatura del Estado no concita mayor entusiasmo, y no es improbable que, tal y como van a seguir las cosas en un futuro próximo, los niveles de impopularidad que llegó a atesorar el padre sean heredados también por el hijo.

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Los juegos de trono a los que hemos asistido estas semanas han servido para pasar un trance que cada vez parecía más complicado de superar. No está claro, sin embargo, que vayan a ser suficientes para salvar la institución, si no es que de una forma u otra, y solo se me ocurre una, más pronto que tarde, se someta a su refrendo por los ciudadanos.

El problema no es solo la monarquía, sino la convicción cada vez más extendida de que es el conjunto del sistema político español el que está necesitado de una revisión de arriba abajo. Una revisión que implique profundizar la democracia en todos sus aspectos, empezando por la representación política, la participación ciudadana y la redistribución del poder territorial; perseguir la corrupción rampante en las instituciones públicas, sin olvidarse de los cómplices privados necesarios; hacer ejemplares los comportamientos públicos y, muy especialmente, el funcionamiento de la justicia; convertir la educación y la cultura en una prioridad política; progresar en el reconocimiento de nuestra pluralidad lingüística y cultural; restituir y ampliar los derechos sociales expoliados en estos últimos años; y avanzar hacia la igualdad social en un país que se nos cae a trozos.

No confío demasiado en que algo de eso vaya a ocurrir. Se nos dirá que Felipe VI no tiene poderes constitucionales para impulsar tales políticas. Y es verdad, pero resulta que es el Jefe del Estado y va incluido en el paquete. Se salva o se hunde con él. No hay más.

Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB.

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