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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Primicias de reinado

El trono de Felipe VI no puede sostenerse mucho tiempo en Cataluña con el único apoyo activo del Partido Popular

A diferencia del presidente Artur Mas, un servidor no esperaba ni confiaba que, en su discurso de entronización del pasado día 19, el nuevo rey Felipe VI se proclamase monarca de un Estado plurinacional. Hubiese sido un gesto de superación constitucional demasiado audaz y arriesgado para quien apenas acababa de estrenar la corona.

Sí creí, en cambio, que el flamante Rey se mostraría como lo que es: el jefe de un Estado pluricultural y plurilingüe. De hecho, a lo largo de los últimos años y, sobre todo, desde el anuncio de abdicación de Juan Carlos I, mensajes públicos y privados habían tratado de hacer llegar al entorno del todavía Príncipe la conveniencia de seguir el ejemplo de la monarquía belga y, en ocasión tan solemne como la de su subida al trono, utilizar con normalidad las distintas lenguas cooficiales, en una muestra de consideración y deferencia hacia sus millones de hablantes.

No hubo tal, o lo hubo en un grado tan ínfimo, que rozó la tomadura de pelo: Moltes gràcies. Eskerrik asko. Moitas grazas. En vez de aludir en su discurso al “especial respeto y protección” que deben recibir “las otras lenguas de España”, ¿no hubiera sido muchísimo más eficaz y pedagógico leer al menos un párrafo en catalán, otro en euskera y otro en gallego? ¡Qué falta de osadía y qué ocasión desaprovechada!

Pero lo más inaudito del caso fueron las justificaciones ofrecidas a posteriori, desde la Zarzuela, ante la evidente decepción causada en muchos ciudadanos por el monolingüismo del discurso regio: dado que, en el Congreso, los diputados solo pueden usar el castellano —se explicó—, don Felipe no quiso arrogarse un estatus distinto, privilegiado. Vamos a ver: que el Rey esté constreñido por la Constitución, pase; aunque no debería estarlo forzosamente por la lectura más restrictiva y rajoyesca de la Carta Magna y —por ejemplo— en el mensaje de investidura pudo haber empleado el término “nacionalidades”, que brilló por su ausencia pese a ser perfectamente constitucional.

Ahora bien, a la hora de pronunciar el discurso más importante de su vida ante las Cortes, ¿el nuevo Rey estaba también sujeto a los Reglamentos del Congreso y del Senado? ¿Sus asesores temieron que, si se ponía a hablar en catalán, el presidente Jesús Posada le retirase la palabra, cual si de un Joan Tardà se tratara, o que los parlamentarios del PP iniciasen un pateo? ¿No se les ocurrió siquiera el manido recurso de la cita de autor, la inclusión de unas frases de Joan Maragall o de Jaume Vicens Vives en versión original...? Puesto que no cabe imputar a profesionales expertos y bien remunerados como los que trabajan en la Zarzuela tanta incompetencia, no queda sino atribuir lo ocurrido a una insensibilidad, una arrogancia y un menosprecio francamente preocupantes.

Coincido plenamente con Joaquim Nadal en que, con respecto a Cataluña, “poner ahora todo el foco en la mediación del Rey es impedir que el Rey pueda mediar”. Pero, en primera instancia, no se trata tanto de mediar como de empezar a ganarse una cierta legitimidad de ejercicio, después del apresurado trámite del relevo en la jefatura del Estado. Una legitimidad que hoy, entre los catalanes, resulta frágil y problemática.

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Ayer mismo, el Parlamento de la Ciutadella aprobaba una moción que, entre otras consideraciones acerca de la quiebra del pacto constitucional de 1978 y de la importancia del derecho a decidir, lamenta la urgencia con que se ha tramitado la abdicación y reclama un referéndum consultivo entre monarquía y república. Pues bien, lo significativo de la sesión no ha sido ni el voto favorable a la moción por parte de Iniciativa —que la impulsó—, Esquerra y la CUP (33 votos en total), ni tampoco el rechazo frontal del PP (18 votos). Lo relevante es que, en los puntos relativos a lo precipitado del proceso de abdicación y a la demanda del referéndum, los representantes de Convergència i Unió, del PSC y de Ciutadans (75, una holgada mayoría absoluta) optasen por abstenerse.

Es decir que, incluso por encima de la línea roja que separa a soberanistas y unionistas, existe hoy una anchísima franja central de fuerzas políticas catalanas que no está dispuesta a comprometerse en la defensa de la intangibilidad y la perpetuación de la monarquía. ¿Por cálculo y estética electorales? Pues más a mi favor, porque eso significaría que las reservas ante el inicio del nuevo reinado no residen principalmente en los despachos de partido, sino en la calle, entre los votantes.

Una cosa, de cualquier modo, es segura: el trono de Felipe VI no puede sostenerse mucho tiempo en Cataluña con el único apoyo activo del Partido Popular, convertido en un remedo de la Unión Monárquica Nacional de principios del siglo pasado. Es de esperar que el nuevo monarca sea consciente de ello, y comprenda que enmendar tal situación exigirá “hacer todo lo posible y más”, como dijo anoche ante el Rey, en Girona, el actor Josep Maria Pou.

Joan B. Culla i Clarà es historiador. 

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