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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Entre mentiras y algunos adverbios peligrosos

Casi 238.000 personas están absolutamente desasistidas de una cobertura económica que les permita subsistir con dignidad

J. Ernesto Ayala-Dip

1.- Viendo entrar a Ana María Matute, decidida y luminosa, a los Premios Nadal y Josep Pla de este año, me vino a la memoria una frase suya que tiene su miga de actualidad. Decía la escritora barcelonesa que ella tiene la convicción, que haga lo que haga por evitarlo, siempre “me la darán con queso”. Yo, que soy un tipo que prefiere ver, salvo que me lo pongan muy difícil, la botella medio llena antes que medio vacía, a veces también estoy tentado a suscribir esa sensación de engaño que tan castizamente formula la Matute. Veamos: leo los titulares de los diarios de estos días y todos prácticamente apuntan a lo mismo: comienzan a verse lucecitas al final del inclemente túnel del crash, hemos tocado fondo, los índices macroeconómicos alientan esperanzas de recuperación económica, aunque sea a costa, todas estas alegrías, de un insuficiente 0,5 % de aumento del Producto Interior Bruto, muy lejos del 2% necesario para crear empleo, según enseñan todos los manuales de economía que se precien. Leo esos titulares, que solo los matizan la letra pequeña de las páginas interiores, y ya me pongo contento. Quiero decir que necesito estar contento, abrigar esperanzas, ver los deslumbrantes rayos de sol detrás de las espesas brumas (versión más lírica de los brotes verdes de ayer mismo en labios de Artur Mas) de la crisis. Me impongo altas dosis de credulidad, de confianza en los diagnósticos de balbuciente optimismo que desgranan el Gobierno central en amigable sintonía con los del Departamento de Economía de la Generalitat. Pero enseguida comienzo a atar cabos, conecto el aumento de la pobreza energética con el no menos aumento de los contratos temporales y los de a tiempo parcial, relaciono el 40% de los desocupados en Cataluña con ese porcentaje más desmenuzado que me arroja una cifra escalofriante: casi 238.000 personas que quedan absolutamente desasistidos de cualquier cobertura económica que les permita subsistir con la más mínima dignidad. En una palabra, releo microscópicamente la letra pequeña de los alentadores titulares y llego a la soberana conclusión que también, como a la autora de Olvidado rey Gudú, intentan dármela con queso. Pero claro, uno es optimista, incluso, si se quiere, hasta tolerante con los autoengaños, pero no tonto. Así que no me dejo. Pero no por ello renuncio de hacerme la siguiente reflexión: O nos engañan con nocturnidad, diurnidad y alevosías mil o simplemente ocurre que todos tenemos la muy humana necesidad de que nos engañen para sobrevivir y no morir en el intento.

Mi mirada asesina del primer momento, se fue trocando por otra más indulgente, incluso diría más entusiasta

2.- Relataré una pequeña experiencia cotidiana. Un paradigma contemporáneo, quizás. Voy al súper de mi querido barrio del Guinardó y hago cola para pagar. (Confesión: cada día me hago más permeable a cuestiones antes las cuales tiempo atrás me mantenía inexpugnable. Solo persisto en mi alergia contra dos asuntos innegociables: la tacañería y que se me cuelen). Mientras espero, cometo el error de distraerme con un nuevo chocolate que lanza el establecimiento donde suelo comprar. Un joven de unos treinta y cinco años se me adelanta raudamente y se planta ante la caja para abonar su compra. Me pasa por la derecha pero estoy seguro que si hubiera podido se hubiera trepado sobre mi cabeza para colarse con mayor rapidez. Clavo mi mirada en el vivillo y le digo, como si diera por descontado que se había colado por descuido, que me tocaba a mí pagar. Respuesta del vivillo, como un argumento pedagógico de última generación que me hacía el favor de dispensarme: “Ahora, señor, hay que moverse”. Petrificado, no por su falta de urbanidad, sino por la dimensión sociológica y ética de la frase, intenté reponerme del shock y adentrarme en los vericuetos connotativos de la sentencia: “Ahora, señor, hay que moverse”. Mi mirada asesina del primer momento, se fue trocando por otra más indulgente, incluso diría más entusiasta. ¿Cómo había hecho el vivillo para formular con tanta precisión y velocidad la inmoralidad de nuestro tiempo? ¿Cómo había encontrado con tanta insolidaria exactitud el adverbio? ¿Cómo había hecho para que ese ahora graficara una manera de ver (o no ver) la coyuntura generacional que los dos resumíamos en esa milagrosa cola? Usted señor, pertenece a otra generación, la generación de los que no han aprendido estrategias, no solo para colarse con absoluta desfachatez, sino para progresar en la vida sin dar tanto la lata con la sociedad del bienestar, la más justa distribución de la riqueza y otras zarandajas del estilo. Ahora estamos en otra era. En la era de los que defraudamos a Hacienda porque ya está bien de pagar para tanto vago que no quiere trabajar. En la era de los que sabemos movernos. Estamos en la era de los que alumbramos leyes contra con los que se manifiestan contra la sensata y necesaria gente como nosotros. En la era de los que especulamos y nos enriquecemos con la pobreza de los demás con la misma naturalidad con que ahora me cuelo ante sus narices. Estuve tentado de invitar al vivillo a un café. Me hubiera gustado hablar con él. Saber cómo había llegado a semejante metáfora de nuestro tiempo. Pero se movía demasiado rápido.

P.D. El domingo pasado, se publicó en el diario Ara un interesante artículo del economista Josep Oliver titulado Independència? El debat econòmic. No tiene desperdicio.

J. Ernesto Ayala-Dip es escritor y periodista

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